miércoles, 25 de mayo de 2016

Dios operando en el alma.- Jean-Pierre de Caussade (1675-1751)


En estas almas solitarias, todo es eficacia, todo predica, todo es apostólico. Dios da a su silencio, a su reposo, a su olvido, a su desprendimiento, a sus palabras, a sus gestos, una cierta virtud que opera sin ellas saberlo en las almas. Y como estas almas son dirigidas por las acciones ocasionales de mil criaturas, de las que se sirve la gracia para instruirlas sin que se den cuenta, así también sirven ellas de confortación y de dirección a no pocas almas, sin que exista para ello ninguna vinculación o relación expresa.

Es Dios quien obra en estas almas, pero por movimientos imprevistos y muchas veces desconocidos, de manera que son como Jesús, del que manaba una virtud que curaba a otros [Lc 6,19]. La diferencia está en que ellas no sienten la irradiación de esa virtud, a la que no contribuyen por una cooperación activa; son, más bien, como un bálsamo oculto, cuyo perfume se siente sin conocerlo, y que él mismo se ignora.

[…]

Observadlas con atención, y no apreciaréis nada impresionante, ni especial. Todas ellas viven el curso de los acontecimientos ordinarios, y aquello que podría distinguirlas no resulta asequible a los sentidos. Lo que parece representar todo para ellas es esa dependencia continua que mantienen respecto de la voluntad de Dios. Esta voluntad de pura providencia las hace siempre señoras de sí mismas, por la continua sumisión de su corazón. Y ya sea que cooperen ellas expresamente o que obedezcan sin advertirlo, están sirviendo para el bien de las almas.

[…]

En este estado -es un estado de vida-, la persona está en Dios por una cesión plena y completa de todos sus derechos sobre sí misma, sobre sus palabras y acciones, pensamientos y proyectos, sobre el empleo de su tiempo y sobre todas las relaciones que pueda tener. Solamente permanece un solo deber que cumplir: tener siempre los ojos fijos sobre el Señor que se ha dado, y mantenerse siempre a la escucha, para adivinar y captar su voluntad, ejecutándola al instante. Ningún ejemplo mejor que el de un servidor que no está junto a su señor sino para obedecer a cada instante todas las órdenes que le pueda dar, y que de ningún modo está para emplear su tiempo en gestionar sus propios asuntos, que debe abandonar, para permanecer al servicio de su Señor en todo momento.

De este modo, estas almas de las que hablamos son, por su estado, solitarias y libres, desasidas de todo, para contentarse con amar en paz a Dios, que las posee, y con cumplir fielmente el deber presente, según la voluntad expresada por Dios, sin permitirse ninguna reflexión, ni andar dando vueltas para examinar consecuencias, causas o motivos. Ha de bastarles ir adelante cumpliendo con sencillez sus deberes, como si no hubiera en el mundo otra cosa que Dios y esta apremiante obligación.

El momento presente es, pues, como un desierto, donde el alma sencilla sólo ve a Dios, y de Él goza, sin ocuparse de nada más que de lo que Él quiera de ella: todo lo demás queda a un lado, olvidado, abandonado a la Providencia. Esta alma, como un instrumento, no recibe ni hace sino en la medida en que la acción íntima de Dios la ocupa pasivamente en ella misma o la aplica a lo exterior. Y esta dedicación a lo exterior va acompañada por su parte con una cooperación libre y activa, aunque infusa y mística. Dios, por tanto, contento de su buena disposición y hallando en ella cuanto es preciso para que actúe en cuanto Él lo ordene, le ahorra trabajos, dándole aquello que de otra manera hubiera sido fruto de sus esfuerzos y del ejercicio de su buena voluntad.

El abandono en la divina providencia, Cap. II