jueves, 7 de julio de 2016

La contemplación infusa y pasiva y sus maravillosos efectos.- Miguel de Molinos (1628-1696)



120. Sabrás que cuando el alma está ya habituada al interior recogimiento y contemplación adquirida que hemos dicho, cuando ya está mortificada y en todo desea negarse a sus apetitos, cuando ya muy de veras abraza la interior y exterior mortificación y quiere muy de corazón morir a sus pasiones y propias operaciones, entonces suele Dios tirarla, elevándola, sin que lo advierta, a un perfecto reposo, en donde suave e íntimamente le infunde su luz, su amor y fortaleza, encendiéndola e inflamándola con verdadera disposición para todo género de virtud.

121. Allí el divino Esposo, suspendiéndole las potencias, la adormece con un suavísimo y dulcísimo sueño. Allí dormida y quieta recibe y goza, sin entender lo que goza, con una suavísima y dulcísima calma. Allí el alma elevada y sublimada en este pasivo estado se halla unida al sumo bien, sin que le cueste fatiga esta unión. Allí, en aquella suprema región y sagrado templo del alma, se agrada el sumo bien, se manifiesta y deja gustar de la criatura con un modo superior a los sentidos y a todo humano entender. Allí el solo puro espíritu, que es Dios, no siendo la pureza del alma capaz de las cosas sensibles, la domina y se hace dueño, comunicándola sus ilustraciones y sentimientos necesarios para la más pura y perfecta unión.

122. Vuelta en sí el alma de estos dulces y divinos abrazos, sale rica de luz, de amor y de una estima de la divina grandeza y conocimiento de su miseria, hallándose toda divinamente mudada y dispuesta a abrazar, a padecer y a practicar la más perfecta virtud.

123. Es, pues, la sencilla, pura, infusa y pasiva contemplación una experimental e íntima manifestación que da Dios de sí mismo, de su bondad, de su paz y de su dulzura, cuyo objeto es Dios puro, inefable, abstraído de todos los particulares sentimientos dentro del silencio interno. Pero es Dios gustoso, Dios que nos atrae, Dios que dulcemente nos levanta con un modo espiritual y purísimo: don admirable que le concede su Majestad a quien quiere, como quiere y cuando quiere, y por el tiempo que quiere, aunque el estado de esta vida más es de cruz, de paciencia, de humildad y de padecer que de gozar.

124. Jamás gustarás este divino néctar si no te adelantas a la virtud y a la interior mortificación, si no procuras muy de corazón establecer en tu alma una gran paz, silencio, olvido y soledad interior. ¿Cómo se ha de oír la interna y eficaz voz de Dios en medio de los bullicios y tumultos de las criaturas? ¿Y cómo se ha de oír el puro y divino espíritu en medio de las artificiosas consideraciones y discursos? Pero si tu alma no quiere continuamente morir en sí, negándote a todas estas materialidades y satisfacciones, no será otra cosa tu contemplación que una pura vanidad, una vana complacencia y presunción.

125. No siempre se comunica Dios con igual abundancia en esta suavísima e infusa contemplación. Unas veces se franquea más que otras y no aguarda tal vez que esté el alma tan muerta y negada, que como este don es gracia, le da cuando quiere, a quien quiere y como quiere, sin que en esto se pueda dar regla general ni poner tasa a su divina grandeza; antes bien, por medio de la misma contemplación la hace negar, aniquilar y morir.

126. Tal vez da el Señor más luz al entendimiento, tal vez mayor amor a la voluntad. No necesita aquí el alma de fatigarse. Debe recibir lo que Dios la da y quedar unida como él la quiere; porque su Majestad es el dueño, y en el mismo tiempo que la adormece la posee, la llena y obra poderosa y suavemente en ella, sin su industria y sin que lo conozca, de manera que antes de advertir ésta tan gran misericordia se halla ganada, convencida y divinamente mudada.

127. El alma que se halla en este dichoso estado ha de huir de dos cosas, que son la actividad del humano espíritu y el apego. No quiere nuestro humano espíritu morir en sí mismo, sino obrar y discurrir a su modo, amando sus propias operaciones: es necesaria una gran fidelidad y desnudez de sí misma para llegar a la perfecta y pasiva capacidad de las divinas influencias. Los continuos hábitos que tiene de obrar con libertad la impiden su aniquilación.

128. La segunda es el apego a la misma contemplación. Debes, pues, procurar en tu alma una perfecta desnudez de todo cuando hay, hasta del mismo Dios, sin buscar en lo interior ni en lo exterior otro fin ni interés que la divina voluntad.

129. Finalmente, el modo con que de tu parte te has de disponer para esta pura, pasiva y perfecta oración es una total y absoluta entrega en las divinas manos, con una perfecta sumisión en su santísima voluntad, para estar ocupada a su gusto y disposición, recibiendo con igualdad y perfecta resignación cuanto ordenare.

130. Sabrás que son pocas las almas que llegan a esta infusa y pasiva oración, porque son pocas las capaces de estas divinas influencias con total desnudez y muerte de su propia actividad y potencias. Solamente aquellos que lo experimentan lo saben. Esta perfecta desnudez se alcanza mediante la divina gracia, con una continua e interior mortificación, muriendo a todas las propias inclinaciones y deseos.

131. En ningún tiempo has de mirar los efectos que se obran en tu alma, pero con especialidad en éste, porque será poner impedimento a las divinas operaciones que la enriquecen. Sólo ha de ser tu anhelo a la indiferencia, a la resignación y olvido, y sin que tú lo adviertas dejará el sumo bien en tu alma una apta disposición para la práctica de las virtudes, un verdadero amor a la cruz, a tu desprecio, a tu aniquilación, y deseos íntimos y eficaces de la mayor perfección y de la más pura y afectiva unión.

Guía espiritual, Libro III, Cap. XV-XVI