miércoles, 9 de noviembre de 2016

El primer principio de la ciencia que cultivamos es el deseo.- Louis-Claude de Saint-Martin (1743 - 1803)


El primer principio de la ciencia que cultivamos es el deseo. En ningún arte temporal, ningún operario jamás consiguió, sin cierta asiduidad, un trabajo y una continuidad de esfuerzos para llegar a conocer las diferentes partes del arte que se propone abrazar. Sería, por lo tanto, inútil pensar que se puede llegar a la sabiduría sin deseo, visto que la base fundamental de esa sabiduría no es sino el deseo de conocerla, que hace vencer todos los obstáculos que se presentan para bloquear la salida, y no debe parecer sorprendente que ese deseo sea necesario, una vez que es positivamente el pensamiento contrario a ese deseo el que separa a todos aquellos que procuran entrar en ese conocimiento”.
(Instrucciones a los Hombres de Deseo, Iª Instrucción)

La principal unidad que deberíamos tratar de establecer en nosotros es la unidad de deseo, por la cual el ardor de nuestra regeneración se convierte para nosotros en una pasión tan dominante que absorbe todos nuestros apegos y nos arrastra, a nuestro pesar, de tal manera que todos nuestros pensamientos, todos nuestros actos, todos nuestros movimientos están constantemente subordinados a esta pasión dominante. De esta unidad fundamental veremos brotar una multitud de unidades más, que deben regirnos con el mismo dominio, cada una de ellas según su clase, o, por decirlo mejor, todas estas unidades distintas están tan vinculadas unas con otras que se suceden y se apoyan mutuamente, sin que jamás se resulten extrañas entre sí”. 
El Hombre Nuevo, 21

No os apeguéis nada más que a los deseos que os envíe la sabiduría. Los conoceréis por la tranquilidad que harán que nazca en vuestro corazón y por la luz que los acompañará, ya que serán los hijos de la luz. La sabiduría no envía jamás deseos al corazón del hombre, sin mandarle, al mismo tiempo, todos los medios necesarios para satisfacerlos, ya que ella es la unidad y no realiza ni engendra nada más que la unidad y no puede actuar nada más que en sus propias leyes, que están todas recopiladas en esta unidad. Desconfiad, pues, de los deseos que solo procedan de vuestra propia sabiduría. Los reconoceréis por los movimientos impetuosos e inquietos que excitan en vosotros, así como por las innumerables dificultades que acompañarán a su realización, que no podrá producirse jamás sin retrasar, al menos temporalmente, vuestro avance por el sendero simple y libre de la verdad.
El Hombre Nuevo, 38

No te relajes, hombre de deseo, porque el Dios de los seres no tiene inconveniente en venir a hacer una alianza con tu alma ni tiene inconveniente en venir a realizar con ella esta generación divina y espiritual en la que él te aporta los principios de vida y quiere encargarte del cuidado de darles la forma. Si quisieras observarte con atención, notarías que todos estos principios divinos de la esencia eterna deliberan y actúan con fuerza dentro de ti, cada uno de ellos según su virtud y su carácter; te darías cuenta de que puedes unirte a esas fuerzas supremas, hacerte uno con ellas, transformarte en la naturaleza activa de su acción y ver que todas tus facultades crecen y se avivan por multiplicidades divinas; sentirías que estas multiplicidades se mantienen y crecen en ti todos los días, porque la impresión que habían transmitido a tu ser los principios de vida las atraería cada vez más y, al final, estos principios no harían en realidad más que atraerse ellos mismos en ti, puesto que te habrían asimilado a ellos. 

Podrías, por tanto, hacerte una idea de los futuros placeres, cuyas primicias estarías ya saboreando. Tendrías deliciosos presentimientos de que, gracias a los favores misericordiosos del que te ha creado y quiere regenerarte, tu entrada en la vida está como garantizada por él y tú puedes decir, con una santa seguridad inspirada: no se me ha dado mi alma en vano; se ha dignado hacer que renazca, para aplicarla a la obra activa a la que mi sublime emanación me daba derecho a aspirar y me promete además hacerme recoger algún día los frutos de la tierra que él mismo ha querido cultivar por mis manos. ¡Que este Dios de todo poder y de todo consuelo sea por siempre honrado por los hombres, como debería ser y como sería si fuese mejor conocido!
El Hombre Nuevo, 8