¿Cómo hicieron nuestros grandes ascetas, nuestros Padres y nuestros
maestros para encender en sí mismos el espíritu de oración, y establecerse
firmemente en la oración? Todo su objetivo era volver su corazón ardiente de
amor solo por el Señor. Dios quiere el corazón, pues es en él que se encuentra
la fuente de vida. Allí donde está el corazón, allí están la conciencia, la
atención, el intelecto; allí se encuentra el alma toda entera. Cuando el
corazón está en Dios, todo el hombre está en Dios y permanece constantemente
ante él en adoración, en espíritu y en verdad.
Esto llega rápida y fácilmente en algunos, pues tal es la misericordia
de Dios. El temor de Dios los ha penetrado profundamente, su conciencia ha sido
estimulada con gran fuerza, y su celo rápidamente inflamado los ha puesto sobre
el camino de la salvación, puros y sin tacha ante Dios. Su ardor por serle
gratos ha llegado a ser en poco tiempo un fuego devorador. Se trata de las
almas seráficas, ardientes, rápidas en sus movimientos, soberanamente activas.
En otros, por el contrario, todo se hace con lentitud. Tal vez ello
proviene de una indolencia natural, o bien la intención de Dios a su respecto
es diferente. Sus corazones no se calientan sino con lentitud. Tienen todos los
hábitos de la piedad y sus vidas aparecen exteriormente santas; pero todo ello
no es para mejor, pues su corazón está vacío de lo que debería tener. Esto no
sucede sólo a los laicos, sino también a quienes viven en los monasterios e
incluso a los eremitas.
Cómo encender en el corazón una llama continua
Ahora os explicaré cómo encender en vuestro corazón un continuo rogar
de calor. Recordad cómo se puede producir el calor en el mundo físico: se
frotan dos trozos de madera uno contra otro y el calor viene, luego el fuego; o
bien se expone un objeto al sol: se calienta, y si se concentran
suficientemente los rayos sobre él, terminará por inflamarse. De la misma
manera se produce el calor espiritual. La fricción necesaria es la lucha y la
tensión de la vida ascética; la exposición a los rayos del sol es la oración
interior hecha a Dios.
El fuego puede ser encendido en el corazón por el esfuerzo ascético,
pero este esfuerzo por sí solo no inflama fácilmente el corazón. Muchos
obstáculos cierran el camino. Esa es la razón por la cual, hace tiempo, los
hombres, deseando ser salvados y experimentados en la vida espiritual, deseando
ser movidos por la inspiración divina y sin abandonar su combate ascético,
descubrieron otro medio de calentar el corazón. Nos han transmitido su
experiencia. Ese medio parece simple y fácil, pero de hecho, no es sin
dificultades que se llega al fin. Ese recurso, para alcanzar nuestro fin, es la
oración interior que dirigimos, de todo corazón, a nuestro Señor y Salvador. He
aquí cómo se la debe practicar: permaneced con vuestro intelecto y vuestra
atención en el corazón, persuadidos de que el Señor está cerca y os escucha, y
suplicadle con fervor: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí,
pecador”.
Haced esto constantemente, ya sea que estéis en la iglesia, en casa,
en viaje, en el trabajo, en la mesa o en el lecho, en una palabra, desde el
momento en que abrís los ojos hasta que los cerréis para dormir. Será
exactamente como si mantuvierais un objeto bajo el sol, pues se trata de
manteneros vosotros mismos ante la faz del Señor que es el sol del mundo
espiritual. Al principio deberéis fijar un momento bien determinado, por la
mañana o la tarde, para consagrarlo exclusivamente a esta oración. Luego
descubriréis que la oración comienza a dar su fruto, ella se apoderará de
vuestro corazón y se arraigará profundamente en él.
Cuando todo esto se hace con celo, sin negligencia ni omisión, el Señor
mira a su servidor con misericordia y enciende un fuego en su corazón; ese
fuego demuestra con certeza que la vida espiritual se ha despertado en lo más
secreto de vuestro ser y que el Señor reina en vosotros.
El rasgo distintivo de ese estado, en el cual el Reino de Dios nos es
revelado, o bien -lo que es igual- en el cual la llama espiritual arde
incesantemente en el corazón, es que el ser todo entero se concentra en su vida
interior. Toda la conciencia se recoge en el corazón y permanece allí en presencia
de Dios. Esparcimos ante él todos nuestros sentimientos, nos posternamos en su
presencia con un humilde arrepentimiento, listos para consagrar toda nuestra
vida a su solo servicio. El alma permanece en ese estado día tras día, desde el
despertar hasta el momento de acostarse; ello se continúa a través de las
diversas actividades de la jornada, hasta que el sueño cierra nuestros ojos.
Una vez que este orden se estableció en nosotros, los desórdenes que dominaban
nuestra vida en el pasado, cesan.
La impresión de insatisfacción y de frustración que nos turbaba antes
de que esta llama espiritual fuera encendida en nuestro corazón, el vagabundaje
del espíritu que debíamos soportar, todo ello cesa. La atmósfera del alma se
aclara, se libera de nubes. Solo permanece un único pensamiento y un solo
recuerdo, el pensamiento y el recuerdo de Dios. La claridad reina en nosotros
y, en esta claridad, cada movimiento es necesario y apreciado según su valor en
la luz espiritual que emana del Señor al que se contempla. Todo pensamiento
malo, todo sentimiento malo que asalta el corazón, es perseguido
victoriosamente desde su aparición. Si algo opuesto a Dios se desliza en
nosotros a pesar nuestro, es rápidamente confesado con humildad al Señor, y
lavado por el arrepentimiento interior o por la confesión exterior, de modo que
la conciencia permanece siempre pura en presencia de Dios. En recompensa por
toda esta lucha interior, obtenemos la audacia de aproximarnos a Dios en una
oración que arde incesantemente en nuestro corazón. Ese calor constante de la
oración es la verdadera respiración de esta vida, de tal modo que el progreso
en nuestro peregrinaje espiritual se detiene cuando se extingue ese calor
interior, igual que la vida del cuerpo se extingue cuando cesa la respiración
natural.
Interioridad y calor del corazón
El mundo espiritual está abierto para aquél que vive en su interior. Permaneciendo
en el interior de sí mismo, y contemplando ese otro mundo, se despierta poco a
poco, un calor espiritual, que se hace sentir en el corazón y que nos incita a
vivir en adelante en el interior y nos hace tomar conciencia cada vez más neta
de la existencia de ese reino interior y espiritual. La vida espiritual madura
bajo la acción recíproca de estas dos cosas: la interioridad y el calor del
corazón. Aquél que vive en ese sentimiento interior de calor del corazón tiene
su intelecto ligado y atado; pero el intelecto de aquél a quien falta ese
calor, vagabundeará. Es por ello que, si se quiere vivir en el interior, se
debe buscar ese calor del corazón; pero es necesario esforzarse también,
mediante un intenso esfuerzo, por entrar y permanecer en el interior. He aquí
por qué, aquél que busca permanecer recogido solamente en su cabeza, sin calor
del corazón, trabaja en vano. Todo se dispersa en un instante.
Es necesario, pues, no sorprenderse si los hombres de ciencia, a pesar
de todos sus conocimientos, pasan al lado de la verdad: ellos sólo trabajan con
su cabeza.
El Arte de la Oración