martes, 31 de mayo de 2016

La Oración.- Jean-Baptiste Willermoz (1730-1824)

Mis pensamientos y los de los otros
B.M. de Lyon (Ms 5476)

El estudio sin la oración, dijo hace tiempo un sabio, es un verdadero ateísmo, y la oración sin el estudio una vana presunción. Esto quiere decir que quien cree poder adquirir una verdadera luz por el estudio y por la sola fuerza de su aplicación, piensa y actúa como un ateo, y quien presume de que para obtener el conocimiento de la verdad le es suficiente con pedirlo en sus oraciones, sin hacer ningún esfuerzo para descubrirla y sin meditar sobre sus vías, solo es un hombre presuntuoso, cobarde o indiferente ante ella. El primero sólo adquirirá una ciencia vana y peligrosa, el otro continuará en la ignorancia.  

[…]

Verdad eterna, tú me envuelves con tus rayos, pero las sombras tenebrosas se levantan sin cesar ante mi alma y me impiden elevar mi mirada hasta ti.

Todos los días, por la tarde y a media noche, por la mañana y al mediodía, te invoco con ardor. Mis esfuerzos son vanos e inútiles. El espeso velo de mis afecciones materiales priva mi vista de tu luz.

Las imágenes de los objetos a los cuales se libran mis sentidos, se colocan en gran número entre tu acción bienhechora y los débiles esfuerzos de mi voluntad; me desvían y me arrastran por sus ilusiones engañosas. Te me escapas y pierdo la esperanza de llegar a ti.  

Oh verdad sin la cual mi ser solo es nada, no cesaré de invocarte. Hasta que hayas satisfecho mi deseo, mis anhelos serán mi única existencia. Escucha mi voz, ven a activar lo que te pido con tanto ardor. Abjuro del amor a los objetos sensibles; solamente a ti amaré y contemplaré por siempre como mi única vida. Pues tú eres la vida del hombre, y sé con evidencia que mi destino es vivir siempre en ti y contigo.

[…]

¿Dónde podré encontrar la ciencia de la sabiduría? He pasado los días y las noches en la búsqueda y las meditaciones y aún me pregunto dónde se oculta. El hombre está lejos de conocerla y de saber su precio.  

No se encuentra ni en las profundidades del mar ni en los abismos de la tierra. ¿Dónde se halla pues esta sabiduría y esta inteligencia? ¿Dónde la podré encontrar? He consultado a todos los seres vivos; ninguno la ha percibido aún, y he  visto que no está en ellos… Solo Dios conoce la ruta que conduce hasta ella; sólo Él sabe dónde se encuentra. 

Cuando Él dio leyes a todos los seres, sometió a sus órdenes a los vientos y las tempestades y dirigió el rayo en la dirección que le impuso, la sabiduría estaba ante Él. Entonces, dijo al hombre: Solo encontrarás la ciencia y la inteligencia en el temor al Señor.  


La Oración.- Louis-Claude de Saint-Martin (1743-1803)



“Está escrito: Mi Casa será Casa de oración.
¡Pero vosotros la habéis hecho cueva de bandidos!”
Lc 19:46, Mc 11:17, Mt 21:13

“La oración ferviente del justo tiene mucho poder”
St 5:16

“Si la naturaleza es como la iniciación de todas las religiones, 
la oración sería como la consumación, 
puesto que las contiene a todas”
Obras póstumas, La Oración

"...siendo la oración para su Ser intelectual 
[ser espiritual del hombre]
lo que la respiración es para su cuerpo".
[CN, IX] 

La oración es la principal religión del hombre porque es la que une nuestro corazón a nuestro espíritu; y esto ocurre porque nuestro corazón y nuestro espíritu no están ligados al cometer tantas imprudencias, viviendo en medio de tantas tinieblas e ilusiones. Cuando, al contrario, se unen nuestro espíritu y nuestro corazón, Dios se une naturalmente a nosotros, puesto que nos ha dicho que cuando nos reunamos en su nombre, estará entre nosotros, y entonces podremos decir, como el Reparador: Dios mío, sé que me complaces siempre”.
Obras póstumas, La Oración

La oración es el verdadero alimento del alma, es de aquí de donde se activan todas sus facultades, es también el lugar de donde retira sus mayores fortalezas y toda la evidencia de la luz”.

Continuación de las instrucciones sobre el otro plano

“¿Dónde encontraré una idea justa de la oración y de los efectos que puede producir? Es mi único recurso, mi único deber, mi única obra en esta región tenebrosa y en este miserable teatro de expiación.

Puede purificar y santificar mis vestiduras, mis alimentos, mis posesiones, las materias de mis sacrificios, todos los actos y todas las ataduras de mi ser.

Por mi oración, puedo alcanzar hasta las esferas superiores, cuyas esferas visibles no son más que imágenes imperfectas.

Más aún, si aparece delante de mí un hombre cuyos discursos o defectos me afligen, puedo, por la oración, retomar interés por él, en lugar de la antipatía que me había causado.

Podré obtener, por mi oración, que el impío se vuelva religioso, que el hombre colérico se haga manso y el insensible se llene de caridad. Puedo, por ella, resucitar la virtud por todas partes.

A través de mi oración, conseguiré descender a los lugares de tinieblas y de dolor, y llevar hasta allí algún alivio. ¿No fue la oración lo que en otro tiempo levantó al cojo, hizo ver al ciego y oír al sordo? ¿No fue la que resucitó muertos?

Debo esperar todo de Dios, sin duda; pero esperar todo de Dios no es permanecer en la apatía y en la quietud.  Es implorarle, por mi actividad y por las dolencias secretas de mi alma, hasta que, estando libre mi lengua, pueda suplicarle con sonidos armoniosos y cánticos.

Por la fuerza y la perseverancia en mi oración, obtendré, o la convicción exterior, que es el testimonio, o la convicción interior, que es la fe. He ahí por qué los sabios dijeron que la oración era una recompensa.

El secreto del progreso del hombre consiste en su oración; el secreto de su oración, en la preparación; el secreto de la preparación, en una conducta pura.

El secreto de una conducta pura está en el temor de Dios; el secreto del temor de Dios, en su amor, porque el amor es el principio y la sede de todos los secretos, de todas las oraciones y de todas las virtudes.

¿No fue el amor el que profirió las dos oraciones más grandiosas que fueron comunicadas al hombre? ¿La que Moisés escuchó sobre la montaña, y la que Cristo pronunció delante de sus discípulos y del pueblo reunido?” 
[HD 101]

No es por la repetición de las palabras de la oración por lo que el hombre nuevo ha llegado a esta unión con el espíritu, sino por el fuego interior de su ser, que se ha inflamado y ha difundido alrededor de él una luz parecida a aquella de la que ha tomado en su origen. La ley de la afinidad ha hecho todo lo demás y ni siquiera ese fuego de su ser interior se ha encendido nada más que por el suave soplo de la sabiduría, que solo pretende dar a cada cosa sus propiedades. […]

Ese es, pues, el suave soplo de esta sabiduría que va a desarrollar en el hombre nuevo su verdadera oración, que es la acción natural de su ser, pues esa oración no debe tener más finalidad que mantener en el hombre el orden, la seguridad, la medida. Debe hacer que el enemigo esté siempre fuera de lugar, que el corazón del hombre beba siempre en las fuentes de aguas vivas y su pensamiento sea como un foco en el que se unen las luces Divinas, para reflejarse después con más fulgor. Como éstas son las facultades primitivas del hombre, cuando llegan a alcanzar la meta a la que están destinadas, el hombre está realmente en su oración o, mejor dicho, el hombre está entonces realmente en la oración y en el sacrificio del aroma más agradable que pueda recibir el Señor. Pero ¿dónde está el que se ha convertido de verdad en una oración y en un sacrificio del aroma más agradable para el Señor? […]

En cuanto al hombre nuevo, se ha convertido en realidad en una oración activa, con lo que sus facultades han recuperado los derechos de su destino original. Ha dicho: «invocaré a Dios en el nombre del reparador, invocaré al reparador en el nombre del cumplimiento de la ley, invocaré al cumplimiento de la ley en el nombre de la fe, invocaré a la fe en el nombre de mis obras y de la constancia de mis santas resoluciones». Estos son los cuatro ríos que este hombre nuevo ha encontrado en él. […]

Nunca insistiríamos bastante en que no ha sido con la repetición de las palabras de la oración con lo que el hombre nuevo ha llegado a llenarse de estas tranquilas inteligencias que difunden alrededor de ellas la calma y el reposo. Lo ha hecho recogiendo con cuidado todo el fuego de su ser interior que ve que se eleva como una llama pura, viva y ligera que purifica el aire y lo agita suavemente, haciendo que exhale un viento refrescante".  
[HN 49]

“Trata, por tanto, de despojarte de todos estos impedimentos que te retienen en las tinieblas, vuelve, con tus trabajos y tus constantes oraciones, a tu sencillez original. Oirás que se pronuncia dentro de ti esta palabra: santo, santo, santo…” 
[HN 17]

“Levántate, hombre, todos los días antes de amanecer, para acelerar tu obra. Es una vergüenza para ti que tu incienso diario sólo levante su humo después de salir el sol. No es el alba de la luz la que debería invitar a tu oración para que venga a rendir homenaje al Dios de los seres y a pedir sus misericordias, sino que es tu oración la que debería llamar al alba de la luz y hacer que brille en tu obra, para que, acto seguido, pudieses verterla desde lo alto de este oriente celeste sobre las naciones dormidas en su inactividad y sacarlas de sus tinieblas”. 
[HN 8]


domingo, 29 de mayo de 2016

Excelencia del Santo Abandono.- Dom Vital Lehodey


Lo que constituye la excelencia del Santo Abandono, es la incompatible eficacia que posee para remover todos los obstáculos que impiden la acción de la gracia, para hacer practicar con perfección las más excelsas virtudes, y para establecer el reinado absoluto de Dios sobre nuestra voluntad. Evidentemente, la conformidad que viene de la esperanza, y más aún, la resignación que nace del temor, no se elevan a iguales alturas; tienen, sin embargo, su valor. Mas aquí hablamos de la conformidad perfecta, confiada y filial que produce el santo amor.

Es ésta ante todo necesaria, y de un valor incomparable para obviar los obstáculos. Un día después de Maitines, el bienaventurado Susón fue arrebatado en éxtasis y parecióle ver un apuesto joven que descendía del cielo a la tierra y le decía: «Tú has frecuentado durante mucho tiempo las escuelas primarias, en ellas te has ejercitado lo suficiente y ya estás maduro. Ven conmigo, que voy a conducirte a la escuela mayor que existe. -¿Y cuál es esta tan deseable escuela? Es aquella en que se enseña la ciencia de un perfecto abandono de sí mismo; es decir, en la que se enseña al hombre a renunciarse de tal suerte que, sean cualesquiera las circunstancias en que el divino beneplácito se manifieste, se aplique tan sólo a permanecer siempre él mismo y tranquilo, renunciándose en la medida que permita la debilidad humana». 

Hacía ya varios años que el bienaventurado se ejercitaba en la virtud como un valeroso asceta; infligía a su cuerpo un martirio cuyo sólo relato nos estremece; llegada era ya la época de los éxtasis. Dios, sin embargo, le llamó a una escuela más elevada, ¿tenía de ello necesidad? Vuelto en sí después de la visión, permanecía silencioso y pensaba en lo que se le acaba de decir: «Examínate interiormente, concluyó, y podrás observar que aún tienes mucho espíritu propio, verás que con todas las mortificaciones que haces, no llegas todavía a soportar la contradicción exterior. Te pareces a una liebre oculta en un matorral, que al ruido de una hoja se espanta. Tú también te espantas de las penas que te sobrevienen, palideces a la vista de tus contradicciones, huyes cuando temes sucumbir, cuando debieras presentarte te escondes, te consideras feliz cuando eres alabado, y cuando te reprenden te entristeces. No hay duda que necesitas ir a una escuela superior». He aquí, pues, un alma que marchaba decididamente por el camino de la santidad; no obstante, quedaba aún no poco de humano en ella, más de lo que podía suponer. ¡Cuántas otras, que no la igualan en méritos, tendrán como ella necesidad de que un ángel venga a mostrarles el mal y a enseñarles a aplicar el remedio!

Sabemos en principio que el mal consiste en buscarse desordenadamente a sí mismos, y por consiguiente, en el orgullo y la sensualidad que resumen sus tan variadas formas. Mas, en realidad, estamos muy lejos de conocernos, y con frecuencia este mundo de pasiones, de debilidades, de perversas tendencias que bulle en nosotros, permanecería cubierto con un espeso velo y no llamaría nuestra atención, si la Providencia no viniera a abrirnos los ojos en tiempo oportuno por medio de una saludable humillación, o mediante unas pruebas sabiamente apropiadas. Entonces descórrese el velo, y comenzamos a ver lo que se nos ocultaba hasta este día, y que otros por desgracia habían tal vez tenido con sobrada frecuencia ocasión de comprobar. Mas nos acontece que, una vez conocido el mal, no sabemos remediarlo.

Nos inclinamos a perdonarnos, empero la Providencia no tendrá esta cruel indulgencia. «Hasta ahora -dice el ángel al bienaventurado Susón- eres tú quien te azotabas por tus propias manos, cesabas cuando querías, y tenías compasión de ti mismo. Al presente quiero librarte de ti mismo y entregarte, sin que nadie te defienda, en manos de extraños que te azotarán. No lo harán sino en la medida que yo se lo permita, mas te parecerán despiadados. Asistirás al desmoronamiento de tu reputación, estarás expuesto al desprecio de algunos hombres ciegos, y sufrirás más de esta parte que por las heridas hechas en otro tiempo con tus instrumentos de penitencia».

En otro tiempo hallábamos compensaciones y la Providencia nos las va a quitar. Veamos lo que aconteció al beato Susón: Tenía consolaciones humanas, y el ángel le dice: «Cuando te entregabas a tus ejercicios de mortificación eras grande, eras admirado, ahora serás abatido, serás aniquilado». Gozaba sobre todo de las consolaciones divinas, y el ángel añadió: «Hasta ahora sólo has sido un niño mimado, has nadado en la dulzura celestial, como nada el pez en el mar. En adelante quiero retirarte todo esto, quiero que seas privado de ello y que sufras con esta privación, que seas abandonado de Dios y de los hombres».

No siempre damos los golpes donde debiéramos; mas la Providencia, que ve con más exactitud, ataca al mal en su raíz. El beato Susón tenía un carácter muy afectuoso, y no parecía preocuparse de ello. «Aunque acabas de imponerte una cruel tortura, díjole el ángel, aún te queda por divina permisión un natural tierno y amante; te acontecerá que allí donde pensabas encontrar un amor particular y la fidelidad, sólo hallarás infidelidad, grandes sufrimientos y grandes penas. Serán tan numerosas tus pruebas que los hombres que te aman, por poco que sea, se compadecerán de ti». Nuestro mal es sobre todo el orgullo. Ahora bien, «para infligirnos algún castigo por ello -dice el Padre Piny- ¿búscanse de ordinario las ocasiones de humillación y de desprecio? ¿No se cree hacer bastante condenándose a dar alguna limosna, o a practicar austeridades que mortifican el cuerpo y no el orgullo del espíritu? Dios, que se propone no tan sólo castigar, sino más aún curar, obra mucho más sabiamente. Hácenos expiar este pecado por lo que es más contrario a nuestra presunción y a nuestra vanidad, por los desprecios, las humillaciones, las repugnancias, las confusiones, y desde luego por la penitencia más penosa para nuestra naturaleza soberbia, y la más opuesta a nuestras inclinaciones».

Finalmente, el gran mal es el juicio propio y la voluntad propia; no hay pecado ni imperfección que no venga de esta fuente emponzoñada. ¿Cuántos son los que saben remontarse hasta este principio de todo desorden? Con sobrada frecuencia, ¿no es el juicio propio quien tiene la pretensión de asignar el remedio, y la propia voluntad la que vela sobre su aplicación, cuando por el contrario, es el propio juicio y la voluntad propia lo que debiéramos de sacrificar sin misericordia y por encima de todo? La Providencia vendrá a corregir estos errores o esta debilidad. «¡Ah!, mostradme, Señor, de antemano mis penas para que las conozca», decía el beato Susón; y Dios le responde: «No, es preferible que no sepas nada». En efecto, quiere mantenernos en una disposición constante para doblegar nuestro juicio e inmolar nuestra voluntad. Va, pues, a ocultarnos cuidadosamente sus intenciones, y muy frecuentemente irá contra nuestras previsiones y nuestras ideas; se opondrá directamente a nuestros gustos y a nuestras repugnancias. Si queremos prestar un poco de atención, observaremos que nunca Dios obra al azar: como verdadero Salvador, a la manera de médico tan enérgico como sabio y discreto, lleva el fuego y el hierro ora aquí, ora allá, por todas partes donde su ojo práctico vea faltas que expiar, defectos que corregir, un punto débil que fortificar. A pesar de los lamentos de la naturaleza, continuará Él haciéndolo con misericordioso rigor por todo el tiempo que juzgue oportuno, para acabar de curarnos y para colmarnos de sus bienes. «La voluntad propia -dice el Padre Piny-, lo que hay de más tierno y querido en el hombre, pónese así en tortura y en el estado más violento, pues se le obliga a sufrir lo que no querría y lo contrario de lo que querría». Quiere Dios vencerla y disciplinarla, y he aquí la razón de que ciertas almas se hallen «reducidas a ser casi de continuo lo que no hubieran querido ser, ora en las profundas tinieblas durante la oración en lugar de las luces que eran de su gusto, pero que iban a servir para alimentar su propia voluntad; ora en las tristezas e inoportunos fastidios, en castigo de las alegrías inmoderadas que en otro tiempo habían ellas gustado, o del apego que tenían a estos estados de satisfacción; ora en las incertidumbres, y los escrúpulos originados de la precipitación, a fin de que mueran a sí mismas, aceptando la divina voluntad sobre ellas, a pesar de sus temores e incertidumbres».

El Santo Abandono será, pues, el que acabará de purificar y de despegar nuestra alma. El cumplimiento fiel de los deberes diarios, para los religiosos la exacta observancia de nuestros votos y de nuestras Reglas, con nuestras prácticas libres de virtud, habían causado al hombre viejo derrotas sobre derrotas, heridas sobre heridas. Con todo, aún viviría de no venir el Santo Abandono a darle, por decirlo así, el golpe de gracia y arrojarlo en el sepulcro. Sin duda, que la obediencia antes que todo continúa siendo necesaria, pues si ésta se debilitase, la naturaleza recobraría sus fuerzas y no tardaría en hacer desaparecer al Santo Abandono.

Mas éste viene a unir su acción poderosa a la de la obediencia, además de que responde a nuestras necesidades personales, llevando así nuestra penitencia a su última perfección.

Otro tanto hace con la fe confiada y el amor divino. Es él quien hace que nuestra fe en la Providencia, nuestra confianza en Dios sean plenamente prácticas universales, haciéndolas pasar de la convicción del espíritu al afecto del corazón, y aplicándolas alternativamente a las más diversas situaciones. Sin él correrían riesgo de quedarse siempre incompletas, porque hay cosas que apenas se aprenden sin haber pasado repetidas veces por la prueba. Jesucristo ha dicho: «¡Bienaventurados los pobres! ¡Bienaventurados los que padecen! ¡Bienaventurados los que se mortifican! ¡Bienaventurados los que son perseguidos, calumniados y maldecidos por los hombres!» ¿Tienen esta fe absoluta y práctica las personas que no pueden soportar la pobreza, el sufrimiento y la persecución? «Preciso es declarar, o que no creen en el Evangelio, o que sólo creen a medias. Por el contrario, aquél cree todo cuanto encierra el Evangelio, que mira como una ventaja y como favor divino en este mundo el ser pobre, estar enfermo, ser despreciado, humillado y perseguido por los hombres». La advertencia es de San Alfonso.

Esta fe confiada y total encuéntrase elevada a su más alto grado, dice el Padre Piny, «por el abandono de todo cuanto somos y de todos nuestros intereses al beneplácito divino. ¿No es tener una fe bien firme en la justicia, en la santidad de Dios, el que nos baste en todo cuanto nos suceda, un simple recuerdo de que tal es su voluntad, para que al momento digamos Amén a todas sus determinaciones? No es posible tener mayor fe en la bondad y el amor de Dios, que el recibir igualmente de su mano las cruces y las alegrías, el mal y el bien; y en la firme persuasión de que es un Dios que hace bien todo lo que hace, bendecir su nombre como otro Job, tanto desde el polvo como desde el trono, así cuando nos colma de honores y consolaciones como cuando nos cubre de llagas y humillaciones. No hay mayor ni más viva fe que la de creer que Dios dirige siempre admirablemente nuestros asuntos, cuando parece destruirnos y aniquilarnos, cuando desbarata nuestros mejores planes, cuando nos expone a la calumnia, cuando oscurece todas nuestras luces en la oración, cuando hace agotarse todas nuestras sensibilidades y nuestros fervores por las arideces y sequedades, destruye nuestra salud por las enfermedades y flaquezas, y nos pone en la impotencia de obrar. Conservar en todos estos estados la más firme confianza, aceptarlos a ciegas, ¿no es ejercitar la fe más viva en el poder soberano y en la infinita bondad de Dios?» Maravillosa fue la fe de Abraham en la terrible prueba que todos sabemos. «No menos admirable es la fe del alma que va por el camino del abandono a Él, a fin de aniquilar su propia voluntad». Destruye nuestro apego a las alegrías por medio de la tristeza, a la estima por las humillaciones y desprecios, a los gustos y a las sensibilidades por las arideces y las sequedades, a las luces en la oración por las oscuridades y las tinieblas; trabaja en destruir la precipitación inmoderada por conseguir la perfección mediante dolorosos fracasos, la excesiva actividad por las impotencias a que nos reduce, la propia voluntad hasta en el negocio de la salvación por las incertidumbres en que nos coloca acerca del particular. Si hay un camino en que se ejercite una fe viva, una confianza a toda prueba, «es sin duda, el del abandono a la divina voluntad, pues en él se cree lo que parece menos creíble: a saber, que Dios realiza nuestros negocios destruyéndolos, que nos formará aniquilándonos, que nos iluminará cegándonos, que nos unirá a El más íntimamente dejándonos en la angustia; en una palabra, que nos perfeccionará destruyendo nuestras inclinaciones y nuestra voluntad».

Así, pues, la práctica del Santo Abandono supone una fe viva, una confianza sólida, a las que desenvuelve admirablemente, elevándolas a su más alto grado.

Otro tanto sucede con el amor divino. El santo acrecentamiento, ante todo, mediante un despego perfecto. «Cuando un corazón está lleno de tierra -dice San Alfonso- el amor de Dios no encuentra en él lugar; y cuanto más permanezca pegado a la tierra, menos reinará en él el amor divino, porque Jesucristo quiere poseer todo nuestro corazón y no toleraría ningún otro rival. En fin, el amor de Dios es un amable ladrón que nos despoja de todas las cosas terrenas». Preciso es, pues, darlo todo para tenerlo todo. Da totum pro toto, dice Tomás de Kempis. Este completo desasimiento tan necesario y tan laborioso, no sólo habíanlo comenzado la humildad, la obediencia y el renunciamiento, sino que lo llevaban bastante adelantado, y por otra parte, no cejarán en su empeño. Sin embargo, según dejamos indicado, tiene necesidad de que el Santo Abandono venga a sumar su acción a la suya, para que el desasimiento llegue a su perfección. El Santo Abandono es quien termina de hacer el vacío en nuestra alma, invadiéndole proporcionalmente el amor divino, y si no encuentra obstáculo, la llena, la gobierna, la transforma, reina en ella como dueño.

El Santo Abandono no sólo prepara los caminos al amor divino, sino que «es él mismo el acto más perfecto de amor de Dios que un alma pueda producir, y vale más que mil ayunos y disciplinas. Porque quien da sus bienes por medio de la limosna, su sangre con los azotes, su alimento con el ayuno, da una parte de lo que tiene; el que da a Dios su voluntad se da a sí mismo y da todo, de suerte que puede decir: Señor, soy pobre, mas os doy todo cuando puedo; después que os he dado mi voluntad, nada me queda que ofreceros». Así habla San Alfonso.

Es también el amor más puro y más desinteresado. Numerosas son las almas que de buen grado permanecen con Jesús hasta el partir del pan; muy raras las que le siguen hasta las inmolaciones del Calvario. Fácil es amar a Dios cuando se da entre las dulzuras, los ardores y los transportes. Es más digno olvidarse de sí mismo y darse todo a Dios, hasta el punto de poner su satisfacción en la de Dios, hacer de la voluntad de Dios la suya propia, cuando precisamente aquélla se propone sin la menor duda conducirnos en pos de Jesús crucificado. «Esta es -dice el Padre Piny- la manera más noble, más perfecta y más pura de amar. Si se puede medir el amor que nosotros tenemos a Dios por la grandeza de los sacrificios que estamos dispuestos a hacer por Él, ¿qué amor puede ser más puro y más grande que el de las almas que abandonan al divino beneplácito no tan sólo sus bienes temporales, su reputación, su salud y su vida, sino hasta el interior de su alma y su eternidad, para no querer en todo esto sino el orden y la voluntad de Dios? ¿No pudiera decirse que su amor está enteramente libre de todo propio interés, puesto que ellas se ponen en este estado de víctimas, consintiendo en que Dios las destruya en cualquier momento, y que haga un sacrificio continuo de la voluntad de ellas a la suya?»

Pudiéramos añadir que un alma, ejercitándose en el Santo Abandono, se forma al propio tiempo de la manera más acabada en todas las virtudes, pues encuentra a cada paso ocasión de practicar tanto la humildad como la obediencia, la paciencia o la pobreza, etc., y que el Santo Abandono eleva unas y otras a su más alta perfección. Pruébalo profusamente el Padre Piny; y para abreviar remitimos al lector a su precioso opúsculo, bastándonos decir con San Francisco de Sales: «El abandono es la virtud de las virtudes; es la flor y nata de la caridad, el perfume de la humildad, el mérito, así parece, de la paciencia, y el fruto de la perseverancia; grande es esta virtud y la única digna de ser practicada por los hijos más queridos de Dios».

Mas si el abandono perfecciona las virtudes, perfecciona también la unión del alma con Dios. Esta unión es aquí abajo la unión del espíritu por la fe, la unión del corazón por el amor; es más que nada la unión de la voluntad por la conformidad con la voluntad divina. Es necesario que la obediencia la comience y no deje jamás de continuarla; empero corresponde al Santo Abandono terminarla. En efecto, dice el Padre Piny, ¿puede darse unión más completa con Dios «que dejarle hacer, aceptando todo lo que Él hace, y consintiendo amorosamente en todas las destrucciones que le plazca hacer en nosotros y de nosotros? Es querer todo lo que Dios quiere, no querer sino lo que Él quiere», y como Él lo quiere: «es tener uniformidad con la voluntad de Dios, es estar transformado en la divina voluntad, es estar unido a todo lo que hay en Dios de más íntimo, quiero decir, su corazón, a su beneplácito, a sus decretos impenetrables, a sus juicios que, aunque ocultos, son siempre equitativos y justos». ¿Qué unión con Dios puede haber más estrecha e inseparable? «En este sendero, ¿qué podría, en efecto, separar al alma de Dios? No será ni la pobreza, ni las persecuciones, ni la vida, ni la muerte, ni los acontecimientos sean cuales fueren, puesto que, no queriendo nada fuera de la voluntad de Dios y aceptándola en todo sin detenerse en consideraciones, halla siempre cuanto desea en todo lo que la sucede, viendo en ello el cumplimiento del divino beneplácito».

Ved, pues, lo que ante todo hace recomendable al Santo Abandono; nada como él une nuestra voluntad a la de Dios; y como esta divina voluntad es la regla y la medida de todas las perfecciones, hasta el punto que nuestras voluntades no participan de la perfección y de la santidad sino por su conformidad con la de Dios, síguese que se llegará a ser tanto más virtuoso y santo, cuanto mayor fuere la conformidad con esta adorable voluntad. Mejor dicho, santo y perfecto es quien ha llegado a ver en todas las cosas la mano y el beneplácito de Dios, y no tiene jamás otra regla que esa voluntad. Cuando se ha llegado a esto, ¿qué resta por hacer para ser aún más santo y más perfecto? Conformar cada vez mejor nuestra voluntad a la de Dios, y según la enérgica expresión de San Alfonso, «uniformarla» a la de Dios, hasta el punto que «de dos voluntades no hagamos -por decirlo así-, sino una; que no queramos sino lo que Dios quiere, y permanezca sola su voluntad y no la nuestra. Aquí está la cumbre de la perfección, y a ella debemos aspirar de continuo. La Santísima Virgen no ha sido la más perfecta entre todos los santos, sino por haber estado más perfectamente unida a la voluntad de Dios».

Si queremos, pues, escalar las cumbres de la vida interior, no hay mejor sendero que el del Santo Abandono; ningún otro sabría conducirnos tan pronto ni tan lejos. ¡No permita Dios que consintamos en rebajar la humildad, la obediencia y el renunciamiento! Estas virtudes fundamentales son, junto con la oración, el camino siempre necesario y seguro, fuera del cual se busca en vano la virtud sólida y el abandono de buena ley. Sigámosle con fidelidad hasta nuestro postrer momento. Mas cuando hubiéramos llegado por este camino a la conformidad perfecta, amorosa y filial, entonces habremos dado con el camino de la santidad.

El Santo Andadono

viernes, 27 de mayo de 2016

Del silencio interior y místico.- Miguel de Molinos (1628-1696)


Tres maneras hay de silencio: el primero es de palabras, el segundo de deseos y el tercero de pensamientos. El primero es perfecto, más perfecto es el segundo y perfectísimo el tercero. En el primero, de palabras, se alcanza la virtud; en el segundo, de deseos, se consigue la quietud; en el tercero, de pensamientos, el interior recogimiento. No hablando, no deseando ni pensando, se llega al verdadero y perfecto silencio místico, en el cual habla Dios con el alma, se comunica y la enseña en su más íntimo fondo la más perfecta y alta sabiduría.

A esta interior soledad y silencio místico la llama y conduce cuando la dice que la quiere hablar a solas, en lo más secreto e íntimo del corazón. En este silencio místico te has de entrar si quieres oír la suave, interior y divina voz. No te basta huir del mundo para alcanzar este tesoro ni el renunciar sus deseos ni el desapego de todo lo criado, si no te despegas de todo deseo y pensamiento. Reposa en este místico silencio y abrirás la puerta para que Dios se comunique, te una consigo y te transforme.

La perfección del alma no consiste en hablar ni en pensar mucho en Dios, sino en amarle mucho. Alcanzase este amor por medio de la resignación perfecta y el silencio interior. Todo es obras el amor de Dios; tiene pocas palabras. Así lo encargó y confirmó San Juan Evangelista: Filioli mei, non diligamus verbo neque lingua, sed opere et veritate (1 Ioannis 3:18) ["Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad"].

Ahora te desengañarás que no está el amor perfecto en los actos amorosos ni en las tiernas jaculatorias, ni aun en los actos internos con que tú le dices a Dios que le tienes infinito amor y que le amas más que a ti misma. Podrá ser que entonces te busques más a ti, y a tu amor que al verdadero y de Dios; porque obras son amores, que no buenas razones.

[...]

¡Oh, serafín encarnado y varón endiosado, qué bien supiste penetrar este interior y místico silencio y distinguir el hombre interior del exterior!

Guía espiritual, Libro I, Cap. XVIII

miércoles, 25 de mayo de 2016

La vida interior.- Robert de Langeac (1929)


Un alma interior es un alma que ha encontrado a Dios en el fondo de su corazón y que vive siempre con Él.

Dios está en el fondo del alma, pero está allí escondido. La vida interior es como una eclosión de Dios en el alma.

Mantengámonos en el centro de nuestra alma, en ese punto preciso desde el que podemos vigilar todos sus movimientos, para detenerlos o dirigirlos, según los casos. Vivamos o de Dios o para Dios, pero repitámonos que no se obra del todo para Dios sino cuando ya no se hace absolutamente nada para uno mismo. Se obra entonces porque Dios lo quiere, cuando Él quiere y como Él quiere, por estar siempre unidos en el fondo con Aquel de quien uno no es más que un dichoso instrumento.

Dos cosas hacen falta para llegar a la perfección y a la íntima unión con Dios: tiempo y paz.

Lo que da valor a los actos reflexivos del hombre es la unión a Dios por la caridad. Cuanto más profunda es esa intimidad, más valor de eternidad tienen sus frutos.

Un alma cuya mirada interior, afectuosa y humilde, está siempre fija en Dios, obtiene de Él cuanto quiere.

Entre un alma recogida, desligada de todo, y Dios, no hay nada. La unión se realiza por sí misma. Es inmediata.

El tiempo pasa; siempre se ama a Dios demasiado poco y muy tarde.

¡Qué delicado eres en tus afectos, Dios mío! Tienes en cuenta lo que de legítimamente personal hay en nosotros, y tratas al alma que amas como si en el mundo no hubiera otra cosa que ella y Tú.

Creer es comulgar en la ciencia de Dios: Él ve; nosotros creemos en su palabra de testigo.

En la fe, Dios habla; por la esperanza, Dios ayuda; en la caridad, Dios se da, Dios colma.

Elevaos hacia Dios constantemente. Dejad en tierra a la tierra. Vivid poco con los demás, menos aún con vosotros mismos, pero lo más posible, si no en Dios, por lo menos cerca de Él.

Cuando en el fondo de vuestra alma oigáis dos voces contradictorias, conviene que escuchéis generalmente a la que habla más bajo. En todo caso, ésa es la que pide más sacrificios. ¡Y tiene tanto valor el sufrimiento bien entendido! Desliga y aproxima a Dios.

La vida oculta en Dios, Cap. I

Dios operando en el alma.- Jean-Pierre de Caussade (1675-1751)


En estas almas solitarias, todo es eficacia, todo predica, todo es apostólico. Dios da a su silencio, a su reposo, a su olvido, a su desprendimiento, a sus palabras, a sus gestos, una cierta virtud que opera sin ellas saberlo en las almas. Y como estas almas son dirigidas por las acciones ocasionales de mil criaturas, de las que se sirve la gracia para instruirlas sin que se den cuenta, así también sirven ellas de confortación y de dirección a no pocas almas, sin que exista para ello ninguna vinculación o relación expresa.

Es Dios quien obra en estas almas, pero por movimientos imprevistos y muchas veces desconocidos, de manera que son como Jesús, del que manaba una virtud que curaba a otros [Lc 6,19]. La diferencia está en que ellas no sienten la irradiación de esa virtud, a la que no contribuyen por una cooperación activa; son, más bien, como un bálsamo oculto, cuyo perfume se siente sin conocerlo, y que él mismo se ignora.

[…]

Observadlas con atención, y no apreciaréis nada impresionante, ni especial. Todas ellas viven el curso de los acontecimientos ordinarios, y aquello que podría distinguirlas no resulta asequible a los sentidos. Lo que parece representar todo para ellas es esa dependencia continua que mantienen respecto de la voluntad de Dios. Esta voluntad de pura providencia las hace siempre señoras de sí mismas, por la continua sumisión de su corazón. Y ya sea que cooperen ellas expresamente o que obedezcan sin advertirlo, están sirviendo para el bien de las almas.

[…]

En este estado -es un estado de vida-, la persona está en Dios por una cesión plena y completa de todos sus derechos sobre sí misma, sobre sus palabras y acciones, pensamientos y proyectos, sobre el empleo de su tiempo y sobre todas las relaciones que pueda tener. Solamente permanece un solo deber que cumplir: tener siempre los ojos fijos sobre el Señor que se ha dado, y mantenerse siempre a la escucha, para adivinar y captar su voluntad, ejecutándola al instante. Ningún ejemplo mejor que el de un servidor que no está junto a su señor sino para obedecer a cada instante todas las órdenes que le pueda dar, y que de ningún modo está para emplear su tiempo en gestionar sus propios asuntos, que debe abandonar, para permanecer al servicio de su Señor en todo momento.

De este modo, estas almas de las que hablamos son, por su estado, solitarias y libres, desasidas de todo, para contentarse con amar en paz a Dios, que las posee, y con cumplir fielmente el deber presente, según la voluntad expresada por Dios, sin permitirse ninguna reflexión, ni andar dando vueltas para examinar consecuencias, causas o motivos. Ha de bastarles ir adelante cumpliendo con sencillez sus deberes, como si no hubiera en el mundo otra cosa que Dios y esta apremiante obligación.

El momento presente es, pues, como un desierto, donde el alma sencilla sólo ve a Dios, y de Él goza, sin ocuparse de nada más que de lo que Él quiera de ella: todo lo demás queda a un lado, olvidado, abandonado a la Providencia. Esta alma, como un instrumento, no recibe ni hace sino en la medida en que la acción íntima de Dios la ocupa pasivamente en ella misma o la aplica a lo exterior. Y esta dedicación a lo exterior va acompañada por su parte con una cooperación libre y activa, aunque infusa y mística. Dios, por tanto, contento de su buena disposición y hallando en ella cuanto es preciso para que actúe en cuanto Él lo ordene, le ahorra trabajos, dándole aquello que de otra manera hubiera sido fruto de sus esfuerzos y del ejercicio de su buena voluntad.

El abandono en la divina providencia, Cap. II

EL CORAZÓN DEL HOMBRE ES LA PIEDRA DE FUNDACIÓN DE LA IGLESIA INTERIOR.- Jean-Marc Vivenza


¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (Iª Corintios 3:16); lo que nos muestra la Iglesia en este mundo, pero no “del mundo”, es concretamente “la morada” de Dios por el Espíritu.

(…) La Iglesia “oculta en Dios es designada igualmente como un “misterio oculto desde la eternidad.

(…) En el libro del Apocalipsis, siete asambleas diferentes son evocadas, que no corresponden a ninguna organización humana, sino a una institución divina, formando el conjunto de las siete un único candelabro para el Muy Alto. Estas siete asambleas representan igualmente las siete fuentes activas de vida, los siete poderes sacramentales sobre los cuales el edificio sacerdotal se edifica en el hombre mostrando la Sabiduría de Dios, son las siete columnas producidas por la piedra de fundación en la que se establece la Iglesia Interior.

(…) Es pues en el corazón del hombre que debe existir y vivir a partir de ahora la Asamblea de Dios, una Asamblea que no se relaciona con ninguna organización humana, ni con ningún sistema religioso resultante de instituciones formadas y moldeadas por los hombres tras el advenimiento del cristianismo. Es una Iglesia edificada por el Espíritu, teniendo por único soberano al Divino Reparador, una Iglesia constituida para adorar al Eterno y estar en comunión con Él; y esta secreta Asamblea de Dios, esta Iglesia Interior tiene su morada en el corazón del hombre de deseo.

(…) De esta forma, no existe ningún Pontífice o Patriarca, ningún Gran Sacerdote nombrado por una asociación religiosa mundana, ningún Soberano humano para esta Iglesia Interior, pues su único Maestro está en el Cielo, es él quien ha puesto en el alma la piedra fundacional esencial sobre la cual son edificadas todas las diferentes partes invisibles del Templo de Dios, Templo donde es alabado el Santo Nombre del Eterno.

(…) El alma regenerada, resucitada por el Nombre Sagrado, en cuyo seno la Iglesia Invisible ha sido edificada, va a establecer su morada permanente en el Ser Divino, es decir, el corazón del Templo, lugar reservado como estancia de la Santa Presencia. Por lo tanto, sólo esta [estancia] es apropiada para que pueda vivir e irradiar la Iglesia Interior en nuestro centro, desobstruyendo las vías del Espíritu para dejar un lugar completo para su acción, permitiendo al poder del Verbo cumplir su obra y prodigar su luz bienhechora.

De esta forma se impone como regla única y central para esta Iglesia situada en el corazón del hombre, expresión tan estrechamente ligada a la vía propuesta por el Filósofo Desconocido: “¡Dejad lugar al Espíritu!”

Dejad lugar al Espíritu para permitirle iluminar las profundidades del hombre, alumbrar su edificio, prodigar las santas bendiciones en el Templo Interior para que, apoyándose sobre las siete columnas unidas al Cielo, esté en condiciones de hacer circular en nosotros toda la savia espiritual trascendente, y nutrir el conjunto de nuestros altares particulares sobre los cuales brillan las leyes de la Divinidad: “¡Dejad lugar al Espíritu!”

(…) la palabra sagrada proferida, la palabra sublime reveladora de nuestra verdadera naturaleza, de nuestro estado divino, siendo pronunciada en el Templo por Aquel que viene “de lo alto” dice para nosotros la palabra determinante, entonces el Reparador nos concederá “rango entre sus sacerdotes”, nos declarará solemnemente de la “raza sacerdotal”. Pero qué nos quedará por hacer a continuación, tras habernos beneficiado, en la noche del espíritu, después de que el Templo haya sido edificado y consagrado, y ello a pesar de nuestra miseria y terrible indignidad, de estas recepciones que nos instituyen “sacerdote” y de la “raza sacerdotal” (…) Esta indicación consiste simplemente, en el seno de nuestro Templo particular, en envolvernos con la túnica de los sacerdotes del Templo de Jerusalén (…) Y este conocimiento representa precisamente la ciencia espiritual verdadera de la Iglesia Interior, a fin de que se realice en el altar situado en el Santuario del corazón la divina liturgia en “espíritu” y en “verdad, sabiendo, según la indicación evangélica, que: “llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren”  (Juan 4:23). 

El sacerdocio según Louis-Claude de Saint-Martin  

 * * *

¡Que tu corazón se ensanche! Busca a Dios; Él te busca aún más y siempre te buscó primero. ¡Órale! Confía en el éxito de tu plegaria. Aunque seas débil para orar, ¿el amor no rezaría por ti? Todos los beneficios del amor se te presentarán. El hombre ingrato los olvida; el hombre decaído los rechaza; pasa por su lado y los deja atrás. Recibiste un rayo de ese fuego; se extenderá y te traerá nuevas marcas de ese amor, y un nuevo calor, cuatro y diez veces más activo. Hombre, ¡levántate! Él te llama; te reserva un sitio entre sus sacerdotes; te declara de la raza sacerdotal. Revístete con el efod [1] y la tiara. Comparece ante la asamblea pleno de la majestuosidad del Señor. Sabrán todos que eres el ministro de su santidad; y que la voluntad del Señor es que su santidad retome la plenitud de su dominio. (…) El universo entero reclama ante ti su deuda; no tardes más en restituir lo que le debes. Ahoga a todos los prevaricadores en el diluvio de tus lágrimas; solamente en ese mar puede hoy navegar el arca santa. Solamente así se conservará la familia del justo y la ley de la verdad vendrá para reanimar toda la tierra”.

(Louis-Claude de Saint-Martin, El Hombre de Deseo, § 245)

Notas : 
[1] Vestidura de lino fino, corta y sin mangas, más o menos lujosa, que se ponen los sacerdotes del judaísmo sobre todas las otras y les cubre especialmente las espaldas.

Tiempo del abandono.- Jean-Pierre de Caussade (1675-1751)


Pero cuando Dios vive en el alma, ella no ha de hacer nada desde sí misma, sino aquello que le es dado hacer en cada momento movida por el principio que la anima. Ya no hay provisiones, ni caminos trazados. Es como un niño a quien se lleva donde se quiere, y que se limita a ver las cosas que se le van presentando. No hay ya libros señalados para esta persona. No raras veces se ve privada de director espiritual, y Dios las deja sin otro apoyo que Él mismo. Permanece así en la tiniebla y el olvido, el abandono, la muerte y la nada.

Esta persona experimenta sus necesidades y miserias sin saber por dónde ni cuándo le verá el auxilio. Simplemente, espera en paz y sin inquietud que le venga la asistencia, puestos sólo en el cielo los ojos de su esperanza. Dios, que en esta esposa suya no haya ninguna disposición más pura que esta total dimisión de todo lo que ella es, para solamente ser por gracia y por acción divina, le proporciona oportunamente libros y pensamientos, proyectos y avisos, consejos y ejemplos de sabiduría. Todo lo que las otras almas encuentra con su esfuerzo, ésta lo recibe en su abandono. Todo lo que las otras guardan con precaución, para retomarlo cuando les convenga, ella lo recibe en el momento en que lo necesita, admitiendo precisamente sólo aquello que Dios tiene a bien darle, para así vivir solamente de Él.

Las otras almas emprenden para la gloria de Dios un sin fin de cosas, pero ésta a veces está en un rincón del mundo, como los restos de una vasija rota, que ya no sirven para nada. El alma que se ve en tal estado, desprendida de las criaturas, pero gozando de Dios por un amor muy real, muy verdadero, muy activo, aunque infuso, en el reposo, no se inclina a ninguna cosa por su propio deseo. Ella solamente sabe dejarse llenar por Dios, y ponerse en sus manos para servirle de la manera que Él disponga.

Muchas veces ignora para qué sirve, pero Dios lo sabe bien. Quizá los hombres la estimen inútil, y las apariencias apoyan este juicio; pero la verdad es que, por medios y secretos y canales desconocidos, ella difunde una infinidad de gracias sobre personas que muchas veces la ignoran y en las que ella tampoco piensa.

El abandono en la divina providencia, Cap. II