jueves, 6 de agosto de 2020

“El Espíritu mismo ora por nosotros con gemidos inefables” (Ro 8:26)

Extracto de “Una Palabra hecha silencio”, 

del monje benedictino John Main (1926-1982).

“Dice San Juan: “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo” (1 Jn 4:10).

(…) Así pues, el primer paso hacia esa naturaleza personal consiste en dejarse amar. El secreto reside en dejar que el Espíritu Santo sea enviado al corazón humano para que lo toque y despierte, permitiendo que nuestra mente sea iluminada por su luz redentora. Al ser el envío del Espíritu un acontecimiento que forma parte de la resurrección, posee también hoy la misma frescura que “aquel domingo por la tarde”, tal como narra el evangelista Juan, cuando los discípulos estaban reunidos con las puertas cerradas y Jesús llegó y sopló sobre ellos diciendo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20:19-22). La insensibilidad y la tendencia a huir que caracterizan la naturaleza humana, la resistencia a dejarse amar, no son -como tampoco lo fueron las puertas cerradas- impedimentos para el Espíritu Santo. Enviado al corazón humano, el Espíritu revive allí el misterio divino en la medida en que Dios sostiene a la persona en su ser. Y hasta en el corazón de una persona absolutamente malvada, si tal persona existiese, el Espíritu humano seguiría clamando incesantemente: “Abba, Padre” (Gal 4:6). 

En cuanto persona humana, Jesús trascendió con su resurrección y su retorno al Padre todos los límites del ser humano: las fronteras del miedo y la ignorancia, las limitaciones del tiempo y del espacio. Jesús alcanzó una presencia universal en el centro de las cosas, y consiguió estar vivo y presente en esa parte nuclear de los seres humanos que llamamos corazón. 

(…) La presencia de Jesús en nuestro interior, su Espíritu Santo, nos llama a descubrir ese nivel de nuestra existencia en toda su amplitud. Basta un instante para abrirnos a nosotros mismos, al Espíritu que habita en nosotros, que es el modo que tenemos de abrirnos al conocimiento de la comunión con Dios en la que estamos llamados a participar. Por tanto, no despertamos a una soledad platónica, sino a una comunión plena con todos los seres en el Ser. 

(…) Así pues, la oración es la vida del Espíritu de Jesús dentro de nuestro corazón: el Espíritu cuya unción nos incorpora al Cuerpo de Cristo y nos hace retornar en plena apertura al Padre. Oramos cuando despertamos a la presencia de este Espíritu en nuestro corazón”.