martes, 24 de mayo de 2016

Las murallas de nuestra Fortaleza Interior.- Louis-Claude de Saint-Martin (1743-1803)


"… su ser físico [del hombre] no es más que la muralla de la fortaleza que tiene que defender; que esa muralla no sólo debe ofrecer una resistencia invencible a los enemigos, sino que también debe lanzar sobre ellos rayos y relámpagos para impedir que se acerquen y aterrorizarlos con su poder. Pero, como ha reconocido abiertamente que sin el bautismo invisible que acaba de recibir no hubiese tenido jamás la fuerza necesaria para emprender obras tan duras como las que se le presentan, actuará de tal modo que ese mismo bautismo se extenderá sucesivamente por todas las porciones de su ser. 

Así, invocará el nombre del Señor, para que sus elementos se mantengan en la medida y la precisión que les convenga, para que la muralla conserve su asiento; invocará el nombre del Señor para que reaccionen los elementos superiores y fortifiquen continuamente esta muralla y esté protegida de toda degradación, para que pueda resistir mejor a sus enemigos; invocará el nombre del Señor para que el principio de su vida corporal colabore continuamente con la acción de sus elementos constitutivos y la reacción de los elementos superiores, de tal modo que su armonía los haga como inseparables y forme un triángulo poderoso e irresistible, sobre el cual no pueda tener ningún dominio el desorden; alimentará así a su ser elemental con la fuerza, la paciencia, la firme constancia, el valor, la elevación por encima de los males y los peligros, mientras note que este ser elemental solo es, en realidad, la muralla de la fortaleza y tenga que pensar, con no menos cuidado, en poner en situación de defensa y seguridad el cuerpo de la plaza.

Veamos, pues, a este hombre nuevo, en medio de su soledad, vagando unas veces por caminos apartados; sentado otras, abrumado por la amargura y vertiendo torrentes de lágrimas, o sumiéndose en la profundidad de sus pensamiento, siempre gimiendo, siempre deseando, siempre esperando los momentos de consuelo y de triunfo que se le han anunciado, siempre orando para que no desfallezca su esperanza, a pesar de la austeridad de su desierto, a pesar de la acidez de sus alimentos y a pesar de las rudas pruebas que debe sufrir a cada momento. Veámoslo, al mismo tiempo, defendiéndose siempre con medios simples y sacados siempre del amor y el respeto que tiene por su Dios. 

[…]

En principio, cuanto más fielmente se guarde y mantenga esta muralla en sus justas medidas, menor será la comunicación y el entendimiento entre los enemigos que están fuera y los habitantes mal intencionados que pudieran estar dentro del recinto. Hasta es posible que, al no poder comunicar con el enemigo e impresionados por el ejemplo de los ciudadanos que se mantienen fieles, se pongan voluntariamente del lado de la causa buena y, al unirse todas las fuerzas para la salud común de la fortaleza, se multipliquen entre los habitantes la prudencia, la sabiduría, las luces y el valor y descubrirán cada día nuevas claridades y nuevos recursos para desanimar a los sitiadores y hacer que suelten la presa y, posiblemente, exterminarlos cuando se presente la ocasión de luchar contra ellos cuerpo a cuerpo. 

En segundo lugar, como todas estas fuerzas y estas luces no pueden encontrarse en el hombre nuevo si no es porque le vienen de la vía superior por las diversas progresiones de la sabiduría y por el uso sagrado que el hombre tiene la fortuna de hacer de ellas, el buen estado de la muralla de la fortaleza puede favorecer y secundar la aproximación de estos socorros, pues hemos visto que nuestro Dios era un ser activo y efectivo y que procuraba que penetrase por todas partes su actividad y su efectividad; pero, por la ley de las analogías, de la que es a la vez modelo y origen, solo puede unirse a la actividad y a la efectividad. Por tanto, sólo en la medida en que tratamos de acumular la actividad espiritual y efectiva en nuestros elementos por la invocación del nombre del Señor, la actividad divina puede comunicarse en nuestro interior y desarrollarse allí de un modo útil y real. 

Antes de que esta actividad divina pueda descender y establecerse en nosotros de una forma provechosa, necesita encontrar órganos activos y lo suficientemente llenos de fuerza para poder corresponder a todos sus movimientos y realizar en su medida los planes que ella trace en gran escala en la suya. Finalmente, y no basta por mucho que se repita, es preciso que el hombre nuevo sea sacrificado, regenerado, espiritualizado y hasta divinizado para que la acción divina pueda descender a él con alegría, con las seguridad de encontrar en él la morada que le conviene, donde su gloria, sus poderes y todos sus tesoros no estén expuestos a quedarse sin frutos o a que los robe el enemigo". 

El Hombre Nuevo, 32