jueves, 9 de febrero de 2017

La ermita del corazón.- Teófano el Recluso (1815-1894).


Diferentes tipos de sentimientos en la oración


Soñáis con una ermita pero ya la tenéis, pues vuestra ermita está allí donde estéis. Sentaos en silencio y decid: “¡Señor, ten piedad!”. Si os aisláis del resto del mundo, ¿cómo cumpliréis la voluntad de Dios? Simplemente preservando en vosotros el estado interior que debe ser el vuestro. ¿Y cuál es? Es el recuerdo incesante de Dios, mantenido con temor y piedad, y acompañado por el pensamiento de la muerte. El hábito de marchar en presencia de Dios y recordarlo es el aire que se respira en la vida espiritual. Puesto que somos creados a imagen de Dios, ese hábito nos debería resultar totalmente natural; si está ausente, es porque hemos caído lejos de Dios. Esa caída nos obliga a luchar por adquirir el hábito de vivir en su presencia. Todo nuestro esfuerzo ascético debe consistir en permanecer conscientemente a la presencia de Dios. Sin embargo, hay, además, otras actividades secundarias que son, también, parte de la vida espiritual, y es necesario esforzarse por dirigir esas actividades hacia su verdadero fin. Ya sea la lectura, la meditación o la oración, todas nuestras actividades, todas nuestras ocupaciones y nuestros contactos deben ser conducidos de tal manera que no nos distraigan de la presencia de Dios. El fondo de nuestra conciencia y de nuestra atención debe estar siempre concentrada en el recuerdo de Dios. El intelecto está en la cabeza y los intelectuales viven siempre en la cabeza. Viven cerebralmente y sufren una incesante turbulencia de pensamientos. Esa turbulencia no permite a la atención concentrarse sobre un solo pensamiento. El intelecto no puede, en tanto está en la cabeza, concentrarse únicamente en el recuerdo de Dios. Es necesario volver a traerlo a cada instante. Esa es la razón por la cual aquellos que desean establecer en sí mismos ese pensamiento único de Dios deben abandonar su cabeza, descender con el intelecto en el corazón, y permanecer allí en una atención continua. Es, entonces, solamente cuando el intelecto está unido al corazón, que es posible esperar tener éxito en mantener el recuerdo de Dios.

He aquí el fin que debéis tener constantemente ante los ojos y hacia el cual debéis avanzar. No penséis que esta tarea sobrepasa vuestras fuerzas, pero no os la figuréis tampoco tan fácil que os bastará desearla para obtenerla. La primera cosa que se debe hacer es atraer el intelecto hacia el corazón recitando vuestras oraciones con el sentimiento que corresponde a su sentido, pues son los sentimientos del corazón los que, habitualmente, gobiernan al intelecto. Si hacéis bien ese primer paso vuestros sentimientos se adaptarán al contenido de vuestra oración. Pero, además de esa primera clase de sentimientos, existen otros, mucho más fuertes y más dominantes, sentimientos que cautivan a la vez nuestra conciencia y nuestro corazón, sentimientos que encadenan el alma y no le dejan ninguna libertad porque retienen toda la atención. Ellos son de un género particular y, tan pronto como hacen su aparición, el alma comienza a orar por sí misma con sus propias palabras y sus propios sentimientos. Es necesario no interrumpir jamás esta efusión de sentimientos y de oraciones que nacen en el corazón; no intentéis continuar, sino deteneos inmediatamente, pues debéis dejarlos en total libertad para expresarse, hasta que se hayan agotado y vuestras emociones hayan retornado a su nivel habitual. Esta segunda forma de oración es más poderosa que la primera y sumerge el intelecto en el corazón más rápidamente. Sin embargo, ella no puede manifestarse más que después de la primera, o al mismo tiempo.

Mi corazón estará inquieto hasta el día de su reposo en ti


Dios os pide, tal vez, la rendición final de vuestro corazón, y vuestro corazón languidece ante él. Sin Dios, jamás estará satisfecho. Examinaos desde ese punto de vista. Tal vez encontraréis allí la puerta de la casa de Dios.

La sala de recepción del Señor


¿Buscáis al Señor? Buscad, pero buscad en vosotros. No está lejos de cada uno de nosotros. El Señor está cerca de todos aquellos que lo buscan sinceramente. Encontrad un lugar en vuestro corazón y, allí, hablad con el Señor. Es vuestro corazón el que constituye la sala de recepción del Señor. Quien encuentra al Señor, lo encuentra allí. Él no ha elegido otro lugar para encontrarse con las almas.

La atención interior y la soledad del corazón


Preserváis la atención interior y la soledad del corazón. Que Dios os ayude a permanecer siempre así, pues es lo más importante en nuestra vida espiritual. Cuando la conciencia está en el corazón, allí también se encuentra el Señor. Ambos se unen entonces, y la obra de la salvación avanza con éxito. La entrada del corazón se encuentra cerrada para los malos pensamientos, las impresiones y las emociones mundanas. El nombre del Señor, por sí mismo, dispersa todo lo que le es extraño y atrae todo lo que le está emparentado.

¿Qué tenéis que temer por encima de todo? La estima de sí, la satisfacción de sí, la infatuación de sí, y todo lo que gira alrededor del yo.

Trabajad para vuestra salvación, con temor y temblando. Encended en vosotros, y conservadlo, un espíritu contrito y un corazón humilde y arrepentido.

El hombre oculto del corazón


El espíritu de sabiduría y de revelación, y un corazón purificado, son dos cosas diferentes. El primero viene de lo alto, de Dios; el segundo viene de nosotros. Sin embargo, sobre el camino que conduce al conocimiento cristiano, están inseparablemente unidos, y ese conocimiento no puede adquirirse si ambos no están juntos. El corazón sólo, a pesar de todas las purificaciones —si la purificación fuere posible sin la gracia—, nos dará la sabiduría y, a su vez, el espíritu de sabiduría no vendrá a nosotros si no tenemos un corazón puro para recibirlo.

Lo que se entiende aquí por “el corazón”, es el hombre interior. Tenemos en nosotros un “hombre interior” según San Pablo o, según San Pedro, “el hombre oculto del corazón”. Se trata del espíritu, a la imagen de Dios, que fue insuflado en el primer hombre y que permanece en nosotros, incluso después de la caída. Se manifiesta por el temor de Dios, que está fundado sobre la certidumbre de su existencia y la conciencia de nuestra total dependencia respecto de él, por las aspiraciones de nuestra conciencia y la insatisfacción que nos produce todo lo que es material.

El corazón es el hombre profundo


El corazón es el hombre profundo, el espíritu. En él se encuentran la conciencia, la idea de Dios y de nuestra dependencia total respecto de él, y todos los tesoros eternos de la vida espiritual.

En casa: en el corazón


¡Mis felicitaciones por vuestro feliz retorno a vuestra casa! Después de una ausencia, la casa es un paraíso. Todo el mundo siente esto de la misma manera. Experimentamos exactamente lo mismo cuando, después de una distracción, volvemos a la atención y a la vida interior. Cuando estamos en el corazón estamos en nuestra casa; cuando no estamos allí, estamos sin domicilio. Y es de esto, por sobre todo, que debemos preocuparnos.
El arte de la oración