Cuando se pasa de lo exterior a lo interior, se comienza por
reencontrar la imaginación y sus fatasmagorías. Muchos se detienen allí, no
hacen lo necesario para sobrepasar esta primera etapa. En efecto, si oramos
solamente por medio de nuestra imaginación, no oramos como es debido. Tal es,
por consiguiente, la primera manera de orar, y es mala. La segunda etapa sobre
el camino que lleva al interior de sí mismo está representada por la razón, el
intelecto y el espíritu; de una manera general, por la facultad racional y
pensante del alma. Es necesario no demorarse aquí, sino ir más adelante y,
reuniendo esta potencia racional, hacerla descender en el corazón; pues si
permanecemos allí, nos habremos introducido en una segunda manera de orar
igualmente mala, y cuyo rasgo característico es que el intelecto permanece en
la cabeza y quiere gobernar y regir por sí mismo todo lo que existe en el alma.
Ningún beneficio resulta de ello; el intelecto se interesa en todo pero no
puede dominar nada y así va de fracaso en fracaso. Esta debilidad que sufre
nuestro intelecto está largamente descrita por San Simeón el Nuevo Teólogo.
Esta segunda manera de orar podría llamarse oración del intelecto en la cabeza,
por oposición a la tercera manera, que es la oración del intelecto en el
corazón. Durante esta segunda etapa, mientras esta fermentación intelectual se
instala en la cabeza, el corazón, por su parte, hace su camino; nadie se
preocupa por él, se encuentra invadido de preocupaciones y pasiones, sólo
vuelve a sí mismo con la mayor dificultad.
Quisiera agregar a esta descripción de la segunda manera de orar
algunas palabras sacadas de la introducción a las obras de Gregorio el Sinaíta,
escrita por el starets Basilio monje de gran hábito amigo y compañero de Paisij
Velichkovsky.
Después de haber citado a Simeón el Nuevo Teólogo, el starets Basilio
agrega: "¿Cómo esperar que se pueda conservar el intelecto intacto velando
solamente sobre los sentidos exteriores, mientras que los pensamientos
vagabundean de un lado a otro y se dejan atraer hacia las cosas materiales? Es
esencial, para el intelecto, a la hora de la oración, refugiarse lo más pronto
posible en el corazón y permanecer allí, sordo y mudo a todos los pensamientos.
Aquél que sólo busca exteriormente no ver más, no escuchar más, no hablar más,
no obtiene casi resultados. Encerrad vuestro intelecto en la celda de vuestro
corazón y allí gozaréis de reposo, os abandonarán los pensamientos malos y
experimentaréis la alegría espiritual que procuran la oración interior y la
atención del corazón".
San Hesiquio de Batos dice: "Nuestro intelecto no puede evitar,
por sí mismo, los ensueños malos, y es necesario no esperar que lo logre jamás.
Cuidad, entonces, de no tener una elevada idea de vosotros mismos, como hizo el
antiguo Israel por temor de ser vosotros también librados a vuestro enemigo
invisible. Cuando el Dios de toda criatura liberó a Israel del yugo de los
Egipcios, los Israelitas fabricaron una imagen esculpida para que los ayudara.
Ved en esta imagen esculpida vuestro débil intelecto: cuando él invoca a
Jesucristo contra los espíritus malos, los arroja fácilmente, pero cuando en su
locura, confía en sí mismo, sólo puede caer en una falta repetida y grave".
Deseo y sed de Dios
¿Qué sucede a aquél que desea ardientemente orar, o que es atraído por
la oración y qué debe hacer?
Cada uno tiene experiencia de ese deseo, en mayor o menor grado
mientras avanza en el camino de la vida cristiana - si es que ha comenzado a
buscar a Dios mediante un esfuerzo personal -, y hasta que alcanza finalmente
el fin deseado, la comunión viviente con Él. Esta experiencia se continúa, por
otra parte, cuando el fin ha sido alcanzado. Es un estado que recuerda el de un
hombre sumergido en profundos pensamientos, encerrado en sí mismo, concentrado
en su alma, no prestando atención a lo que lo rodea, a las gentes, a las cosas,
a los acontecimientos. Sin embargo, cuando un hombre está sumergido en sus
pensamientos, es el intelecto el que actúa, mientras que aquí es el corazón.
Cuando sobreviene la sed de Dios, el alma está recogida en sí misma y permanece
ante la faz de Dios; a veces, ella despliega, ante él, las esperanzas y los
sufrimientos de su corazón, como Ana, la madre de Samuel; a veces, ella le
rinde gloria, como la muy santa Virgen María; o incluso, permanece ante él en
la admiración, como lo hizo a menudo San Pablo. En ese estado, toda actividad
personal, todo pensamiento y todo proyecto se detiene; la atención deja de
aplicarse a las cosas exteriores. El alma en sí misma no quiere ya interesarse
en nada. Esto puede suceder cuando se está en la iglesia o durante la oración,
durante una lectura o una meditación, incluso durante alguna ocupación exterior
o mientras uno se encuentra acompañado. Pero en ningún caso depende de nuestra
voluntad. Aquél que ha experimentado alguna vez esta sed no puede olvidarla y
busca volverla a sentir; la busca, pero no logrará jamás hacerla volver
mediante sus propios esfuerzos; ella viene por sí misma. Una sola cosa depende
de nuestra libre voluntad: cuando ese estado de deseo sobreviene, no permitáis
que cese, sino poned la mayor atención en darle la posibilidad de permanecer en
vosotros durante el mayor tiempo posible.
Dos clases de oración interior
La oración interior consiste en permanecer ante Dios con el intelecto
en el corazón, sea que se viva simplemente en su presencia, sea que se expresen
súplicas, acciones de gracia y alabanzas. Es necesario adquirir el hábito de
mantenerse constantemente en comunión con Dios, sin ninguna imagen, ningún
razonamiento, ningún movimiento perceptible en el pensamiento. Tal es la
expresión auténtica de la oración. La esencia de la oración interior, o sea
mantenerse ante Dios con el intelecto en el corazón, consiste precisamente en
esto.
La oración interior comporta dos estados. El primero es arduo, es el de
aquél que se esfuerza en alcanzarlo por sí mismo; en el otro, la oración brota
y actúa por sí misma; se es involuntariamente arrastrado a él, mientras que el
primero debe ser objeto de un esfuerzo constante. En verdad, por sí mismo, ese
esfuerzo está destinado al fracaso, pues nuestros pensamientos están siempre
dispersos; sin embargo, testimonia nuestro deseo de alcanzar la oración
incesante, y es por ello que atrae sobre nosotros la misericordia del Señor; es
por su causa que Dios, de tiempo en tiempo, colma nuestro corazón de un impulso
irresistible a través del cual la oración espiritual se revela a nosotros bajo
su verdadera forma.
La oración que actúa por sí misma
En ese caso, cuando el espíritu de oración se vuelca sobre un hombre,
éste no puede, de ninguna manera, elegir qué forma de oración le será acordada;
ésas son las distintas corrientes de una sola y misma gracia. Sin embargo, esas
oraciones "infusas" son, de hecho, de dos tipos. En el primero, se
tiene la posibilidad de obedecer o desobedecer a ese espíritu; se le puede
ayudar o separarse de él. En la segunda, no se puede hacer absolutamente nada,
se está sumergido en la oración y se permanece bajo el imperio de una fuerza
exterior que no deja libertad para actuar de otro modo. La ausencia total de
libertad de elección no existe, por consiguiente, más que en esta última clase
de oración. En todas las otras, continúa existiendo la posibilidad de hacer una
elección.
El arte de la oración