“Porque
estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la Vida y pocos son los que la hallan…” (Mat 7:14) |
Dime ahora, ¿sigues todavía esperando que tus
facultades te ayuden a alcanzar la contemplación? Créeme, ciertamente no
ocurrirá así. Las meditaciones imaginativas y especulativas, por sí mismas,
nunca te llevarán al amor contemplativo. Por muy extraordinarias, sutiles,
hermosas o profundas que sean, y aunque se centren en tus pecados, en la Pasión
de Cristo, los gozos de nuestra Señora o de los santos y ángeles del cielo; o
en las cualidades, sutilezas y estados de tu ser o del de Dios, son inútiles en
la oración contemplativa. Por mi parte prefiero no tener nada más que esa pura
y oscura percepción de mi yo de la que te hablé arriba.
Fíjate en que he dicho de mi yo y no de mis
actividades. Muchas personas confunden sus actividades con ellos mismos,
creyendo que son lo mismo. Pero no es así. El agente es una cosa y sus obras
son otra. De la misma manera, Dios, tal como es en sí mismo, es totalmente
diferente de sus obras, que son también algo distinto.
Pero, volviendo a mi punto, llegar a la
simple conciencia de mi ser es todo lo que deseo, aun cuando ello suponga el
peso doloroso del yo y rompa mi corazón con lágrimas, porque sólo experimento
mi yo y no a Dios. Prefiero esto con su consiguiente dolor a todos esos sutiles
y raros pensamientos e ideas de que el hombre puede hablar o que puede
encontrar en los libros, por muy sublimes y agradables que puedan parecer a tu
aguda y sofisticada mente. Porque este sufrimiento me inflamará con el deseo
amoroso de experimentar a Dios tal cual es.
A pesar de todo, estas
meditaciones tienen su lugar y su valor. Un pecador recién convertido y que
acaba de comenzar a orar, encontrará en ellas el camino más seguro para el
conocimiento espiritual de sí mismo y de Dios. Creo, además, aparte la especial
intervención de Dios, que es humanamente imposible para un pecador llegar al
reposo pacífico en la experiencia espiritual de sí mismo, hasta no haber
ejercitado primero su imaginación y razón en el aprecio de su propio potencial
humano, así como en las multiformes obras de Dios, y hasta que no haya
aprendido a llorar su pecado y a encontrar su gozo en el bien obrar. Créeme,
quien no siga este camino se extraviará. En este caso uno ha de permanecer
fuera de la contemplación, ocupado en la meditación discursiva, aun cuando
preferiría entrar en el reposo contemplativo que está por encima de ella.
Muchos creen erróneamente que han penetrado por la puerta espiritual, cuando,
en realidad, siguen todavía fuera. Y lo que es más, permanecerán fuera hasta
que no aprendan a buscar la puerta con un amor humilde. Algunos encuentran la
puerta y entran antes que otros, no porque posean una entrada especial o un
mérito extraordinario, sino simplemente porque el
portero les deja entrar.
¡Y qué delicioso lugar es esta morada del
espíritu! Aquí el mismo Señor no sólo es portero sino también la puerta. Como Dios,
es el portero; como hombre, es la puerta. Por eso dice en el Evangelio:
Yo soy la puerta de las ovejas,
si uno entra por mí, estará a salvo;
entrará y saldrá y encontrará pasto.
El que no entra por la puerta
en el redil de las ovejas,
sino que sube por otro lado,
es un ladrón y un salteador.
es un ladrón y un salteador.
En el contexto de todo lo que venimos
diciendo sobre la contemplación, puedes entender las palabras de nuestro Señor
como sigue: «En cuanto Dios, yo soy el portero todopoderoso y por lo mismo, a mí
me pertenece determinar quién puede entrar y cómo. Pero preferí prepararle un
camino claro y común al rebaño, abierto a todo aquel que quiera venir. Por eso
me revestí de una naturaleza humana ordinaria, poniéndome totalmente a
disposición de todos, de manera que nadie pudiera excusarse de venir porque no
conociera el camino. En mi humanidad, yo soy la puerta, y quien entra por medio
de mí será salvo».
Los que deseen entrar por la puerta
comenzarán meditando la Pasión de Cristo y aprenderán a llorar sus pecados
personales, que motivaron esa Pasión. Que se reprueben a sí mismos
arrepintiéndose sinceramente y se muevan a compasión y piedad por su buen
maestro, pues habiéndolo merecido ellos, no han sufrido, mientras que él, no
mereciéndolo, sufrió tan lastimosamente. Y que levanten sus corazones a recibir
el amor y la bondad de su Dios, que prefirió descender tan bajo como para
hacerse hombre mortal. Todo el que hace esto entra por la puerta y será salvo.
Sea que entre, contemplando el amor y la bondad de la Divinidad, o que salga,
meditando los sufrimientos de su humanidad, encontrará pastos espirituales de
devoción en abundancia. Sí, y aunque no avance más en esta vida, tendrá mucha
devoción, muchísima, para fomentar la salud de su espíritu y llevarle a la salvación.
Algunos, no obstante, rehusarán entrar por
esta puerta, pensando llegar a la perfección por otros medios. Tratarán de
atravesar la puerta con toda suerte de sabias especulaciones, entregando sus no
refrenadas e indisciplinadas facultades a extrañas y exóticas fantasías, con
desprecio de la entrada común abierta a todos, de la que hablé más arriba, así
como de la guía segura de un padre espiritual. Tal persona (y no me importa
quién sea) no sólo es un ladrón nocturno sino un vagabundo de día. Es un ladrón
nocturno, porque opera en la oscuridad del pecado. Lleno de presunción, confía
en sus ideas y antojos personales más que en el consejo seguro o en la
seguridad de esa senda clara y común que he descrito. Es un vagabundo de día,
porque disfrazado de una auténtica vida espiritual roba secretamente y se
arroga los signos externos y las expresiones de un verdadero contemplativo,
mientras que en su vida interior no produce ninguno de sus frutos. También,
ocasionalmente, este joven puede sentir una ligera inclinación hacia la unión
con Dios, y, cegado por esto, lo toma como una aprobación de lo que hace. En
realidad, cediendo a sus deseos incontrolados y rehusando el consejo, se
encuentra en una pendiente peligrosísima. Su peligro es todavía mayor al ambicionar
cosas que están muy por encima de él y fuera de la senda ordinaria y clara de
la vida cristiana. Ya expliqué esta senda a la luz de las palabras de Cristo,
al mostrar el lugar y la necesidad de la meditación. La llamé la puerta de la
devoción, y te aseguro que es la entrada más segura para la contemplación en
esta vida.
Pero volvamos a nuestro tema, que te
concierne a ti personalmente y a cuantos compartan tus disposiciones.
Dime ahora, si Cristo es la puerta, ¿qué
deberá hacer el hombre una vez la ha encontrado? ¿Deberá permanecer allí a la
espera sin entrar? Contestando en tu lugar, te digo: sí, esto es exactamente lo
que debe hacer. Hace bien en seguir estando a la puerta, pues hasta ahora ha
vivido una existencia ruda según la carne, y su espíritu se halla corroído por
una gran herrumbre. Es justo que espere a la puerta hasta que su conciencia y
su padre espiritual estén de acuerdo en que este orín ha sido totalmente quitado.
Pero, sobre todo, ha de aprender a ser sensible al Espíritu que le guía
secretamente en lo profundo de su corazón y a esperar hasta que el Espíritu
mismo le mueva y le llame desde dentro. Esta secreta invitación del Espíritu de
Dios es el signo más inmediato y cierto de que Dios llama y mueve a una persona
a una vida más alta de gracia en la contemplación.
Pues puede suceder que
un hombre lea u oiga sobre la contemplación y sienta incesantemente en sus
devociones ordinarias un suave deseo de unirse más íntimamente a Dios, incluso
en esta vida, a través de la obra espiritual sobre la que ha leído u oído. Esto
indica, ciertamente, que la gracia le está tocando, pues otros oirán o
leerán la misma cosa, permaneciendo totalmente inmóviles, sin experimentar deseo
especial alguno por ella en sus devociones ordinarias. Estas personas hacen
bien en seguir pacientemente a la puerta, como llamados a la salvación pero no
aún a su perfección.
Permítaseme a estas alturas una leve
digresión para advertirte (y a cualquiera que pueda leer esto) una cosa en
particular. Es algo aplicable en todo caso, pero especialmente aquí, donde hago
una distinción entre los llamados a la salvación y los llamados a su
perfección. Que te sientas llamado a una u otra carece de importancia. Lo que
es importante es que atiendas a tu propia llamada y no discutas o juzgues los
designios de Dios en la vida de los otros. No te mezcles en sus asuntos: de a
quién mueve y llama, y a quién no; de cuándo llama, si pronto o tarde; o de por
qué llama a uno y no a otro. Créeme, si te metes a juzgar todo esto que atañe a
otras personas, pronto caerás en el error. Presta atención a lo que digo y
trata de captar su impor-tancia. Si te llama, alábale y pídele que puedas
responder perfectamente a su gracia. Si no te ha llamado todavía, pídele
humildemente que lo haga a su debido tiempo. Pero no te atrevas a decirle lo
que ha de hacer. Déjale solo. Es poderoso, sabio y lleno de deseo de hacer lo
mejor para ti y para todos los que le aman.
Vive en paz en tu propia vocación. Sea que estés esperando fuera en la meditación o entres dentro por la contemplación, no tienes motivo para quejarte; las dos vocaciones son preciosas. La primera es buena y necesaria para todos, aunque la segunda es mejor. Agárrate a ella, pues, si puedes; o mejor dicho, si la gracia te agarra y escuchas la llamada del Señor. Sí, te hablo con toda verdad al decirte esto. Pues abandonados a nosotros mismos podemos caer en forzar orgullosamente la contemplación, lo cual sólo nos lleva a tropezar al final. Sin él, además, es demasiado esfuerzo perdido. Recuerda lo que dice: «Sin mí no podéis hacer nada». Es como si dijera: «Si no os muevo y atraigo yo primero y vosotros no respondéis consintiendo y sufriendo mi acción, nada de lo que hagáis me agradará por completo». Y ya sabes desde ahora que la obra contemplativa que he descrito, por su misma naturaleza, ha de agradar enteramente a Dios.
Vive en paz en tu propia vocación. Sea que estés esperando fuera en la meditación o entres dentro por la contemplación, no tienes motivo para quejarte; las dos vocaciones son preciosas. La primera es buena y necesaria para todos, aunque la segunda es mejor. Agárrate a ella, pues, si puedes; o mejor dicho, si la gracia te agarra y escuchas la llamada del Señor. Sí, te hablo con toda verdad al decirte esto. Pues abandonados a nosotros mismos podemos caer en forzar orgullosamente la contemplación, lo cual sólo nos lleva a tropezar al final. Sin él, además, es demasiado esfuerzo perdido. Recuerda lo que dice: «Sin mí no podéis hacer nada». Es como si dijera: «Si no os muevo y atraigo yo primero y vosotros no respondéis consintiendo y sufriendo mi acción, nada de lo que hagáis me agradará por completo». Y ya sabes desde ahora que la obra contemplativa que he descrito, por su misma naturaleza, ha de agradar enteramente a Dios.
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