Quiero que entiendas ahora que, aunque al principio te dije que te
olvidaras de todo, a excepción de la ciega conciencia de tu desnudo ser, quería
llevarte incluso hasta el punto en que te olvidaras también de esto,
experimentando así solamente el ser de Dios. Con un ojo fijo en esta última
experiencia pude decirte al principio: Dios es tu ser. En aquel momento creí
que era prematuro esperar que pudieras levantarte de repente a tan alta
conciencia espiritual del ser de Dios. Por eso dejé que subieras hacia él por
grados, enseñándote primero a roer la desnuda y ciega conciencia de ti mismo
hasta adquirir por la perseverancia espiritual una facilidad en esta obra
interior. Sabía que ello te prepararía a experimentar el sublime conocimiento
del ser de Dios. Y finalmente, en esta obra, tu único y ardiente deseo debe ser
este: el ansia de experimentar sólo a Dios. Es cierto que al principio te dije
que cubrieras y vistieras la conciencia de tu Dios con la conciencia de tu
propio yo, pero sólo porque eras todavía espiritualmente desmañado y sin
desbastar. Con perseverancia en esta práctica, esperaba que crecieras
incesantemente en la soledad del corazón hasta que estuvieras dispuesto a
despojar, destruir y desnudar totalmente la conciencia personal de todas las
cosas, incluso la conciencia elemental de tu propio ser, a fin de que puedas
vestirte nuevamente con la graciosa y radiante experiencia de Dios tal como es
en sí mismo.
Tal es el proceder de todo verdadero amor. El amante se despojará
plenamente de todo, aun de su mismo ser, por aquel a quien ama. No puede
consentir vestirse con algo si no es del pensamiento de su amado. Y no es un
capricho pasajero. No, desea siempre y para siempre permanecer desnudo en un
olvido total y definitivo de sí mismo. Esta es la tarea del amor, si bien sólo
el que lo experimente lo podrá entender realmente. Tal es el significado de las
palabras de nuestro Señor: «El que quiera amarme, niéguese a sí mismo». Es como
si dijera: «El hombre ha de despojarse de su mismo yo, si es que quiere
sinceramente ser vestido de mí, pues yo soy el vestido que fluye del amor
eterno y sin fin».
Y así, cuando en esta obra empieces a darte cuenta de que percibes y
experimentas tu yo y no a Dios, llénate de sincera tristeza y anhela con todo
tu corazón ser absorbido totalmente en la experiencia de Dios solo. No ceses de
desear la pérdida de ese despreciable conocimiento y conciencia corrupta de tu
ciego ser. Ansía huir de ti mismo como de un veneno. Olvida y desprecia tu yo
tan despiadadamente como manda el Señor.
No entiendas mal mis palabras. No dije que debas desear no-ser, pues
eso sería locura y blasfemia contra Dios. Dije que debes desear perder el
conocimiento y la experiencia del yo. Esto es esencial, si quieres llegar a
experimentar el amor de Dios tanto como es posible en esta vida. Has de
comprender y experimentar por ti mismo que si no pierdes tu yo, no alcanzarás
nunca tu meta.
Pues dondequiera que estés, en cualquier cosa que hagas, o de cualquier
modo que lo intentes, esa elemental sensación de tu propio ser ciego quedará
entre ti y tu Dios. Es posible, por supuesto, que Dios pueda intervenir a
veces, llenándote con una experiencia pasajera de él mismo. Pero fuera de estos
momentos esta desnuda conciencia de tu ciego ser te pesará y será como una
barrera entre ti y tu Dios, lo mismo que al principio de esta obra los variados
detalles de tu ser fueron como una barrera para la conciencia directa de tu yo.
Entonces te darás cuenta de lo pesado y doloroso que es el peso del yo. Que
Jesús te ayude en esa hora, pues tendrás gran necesidad de él.
Toda la miseria del mundo junta te parecerá como nada al lado de esta,
pues entonces serás una cruz para ti mismo. Este es, sin embargo, el camino
para nuestro Señor y el significado real de sus palabras: «Que el hombre tome
su cruz» (la dolorosa cruz del yo), para que después pueda «seguirme a la
gloria», o, como si dijéramos, «al monte de la perfección». Pero escucha su
promesa: «Le haré saborear la delicia de mi amor en la inefable experiencia de
mi divina persona». Fíjate en lo necesario que es llevar este peso doloroso, la
cruz del yo. Sólo así estarás preparado para la experiencia trascendente de
Dios tal como es y para la unión con él en la consumación del amor.
Y ahora, a medida que esta gracia te toca y te llama, podrás ver y
apreciar más y más el valor altísimo de la obra contemplativa.
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