Ha llegado el momento del nacimiento. Las fuerzas
superiores, después de haber formado en nosotros, por el espíritu, la
concepción de nuestro hijo espiritual, han decretado por su sabiduría que ha
llegado el momento de darle el día. Vamos a salir, por tanto, de estos
abismos en los que hemos estado habitando, a los que el santo por excelencia no
ha tenido miedo a bajar personalmente y a los que no tiene miedo a bajar todos
los días para arrancarle sus víctimas y para liberar a los esclavos. Vamos a
recibir, en el nuevo ambiente al que llegamos, unas muestras de cariño más
vivas y más dulces que las de esta región tenebrosa de la que salimos y que,
desde ese momento, consideramos como muerte.
Sin embargo, no tendremos conocimientos mucho más amplios o, mejor
dicho, no recibiremos la luz en todas las ayudas de la vida, sin poder
contemplar su origen y, mucho menos, sin poder apoderarnos de ella, lo mismo que el niño
disfruta de todos los bienes que sus padres y sus guías le proporcionan sin que
pueda darse cuenta de la forma en que se le prodigan todos estos beneficios.
Desconfía, por tanto, hombre, de esas luces precoces que te llegan sobre la
naturaleza del ser que quiere gobernarte sin que te des cuenta. Es el Dios desconocido
y quiere caer sobre ti, lo mismo que cae el sol sobre las humildes plantas y,
cuando vengan a ti con unos rayos tan brillantes y potentes que nos deslumbren,
diles: me asombráis, me dais luz; pero, desde el momento en que puedo veros, no
sois mi Dios, sino sólo una imagen de él. Mi Dios está aún por encima de
vosotros, porque su acción debe ser eternamente para mí una sorpresa y un
milagro, sin el cual yo no sería su hijo. Diles que quieres estar siempre
y exclusivamente en manos de este Dios desconocido que se acerca a ti en
secreto y te levanta para hacer que vueles seguro por encima de los abismos y
colmarte de alegrías y consuelos mayores que si todos los tesoros de los cielos
estuviesen abiertos ante tus ojos. Ése es el verdadero renacimiento, ése es el
hijo querido que acaba de recibir el día.
Tiembla, Herodes. Tu trono está amenazado. Acaba de nacer un rey de los
judíos. Los pastores han oído a los ángeles que cantaban el nacimiento de este
hijo del hombre; los magos han visto su estrella en Oriente y vienen a
visitarlo y ofrecerle su oro y su incienso. Por más que extermines a los hijos
de Raquel para tranquilizar tus temores, este hijo es un niño
que no se extermina por la mano del hombre, ya que no ha nacido de la voluntad
de la carne ni de la voluntad del hombre ni de la voluntad de la sangre, sino
que ha nacido de Dios. Por tanto, el Dios que lo ha formado sabrá
vigilar sus días y hará que se refugie en Egipto, hasta que haya pasado el
tiempo de tu furia y haya llegado el momento de la gloria de su hijo.
Y tú, hombre, no te ofendas al ver que naces en un establo y entre
animales, porque solo naces en la humillación, mientras que antes existías en
los abismos. Estos animales van a hacer por ti lo que tú deberías haber hecho
por ellos si hubieses conservado tus derechos: van a calentarte con su aliento,
como tú deberías haberlos calentado con tu espíritu y haberlos conservado por
su carácter y sus formas primitivas. Pero hoy día es tu
forma la que te conserva, mientras que en otro tiempo tú habrías debido
conservar tu forma. Irás pronto al templo para recibir la
circuncisión y Simeón cantará el cántico de alegría al tomarte en sus brazos
diciendo que tú eres un niño nacido para la salvación y para la ruina
de muchos.
Se nos da poca instrucción sobre los cuidados que se deben prestar a la
infancia. Sin embargo, hombre, este tiempo va a ser para tu hijo el más
precioso de su vida, porque tú vas a ser, al mismo tiempo, tu hijo, tu padre,
tu madre, todos tus servidores dedicados al más sublime de todos los trabajos. Que este hijo recién
nacido se convierta para ti en el objeto de tus cuidados más constantes. Este
hijo es amor y es amor Divino y todas las luces que se desarrollen en él no le
llegan si no es por este mismo camino o, yo me atrevería a decir, por su
nombre. Será una forma de hacerlo hombre en una época en la que tantos
hombres no sólo son todavía niños o no han nacido todavía, sino que ni siquiera
están aún concebidos, sin contar los que nacen por aborto ni los que han muerto
después de mucho tiempo por otros mil accidentes, aunque los veas que caminan
delante de ti, que están bien y que realizan perfectamente todas las funciones
visibles del hombre.
Pero no olvides que este hijo es también el hijo del dolor, el segundo
nacido de Raquel, que ha costado la vida a su madre, que es el único de los
doce jefes de tribu que ha nacido en la tierra prometida y ha nacido después de
que su padre hubiese ofrecido un sacrificio al Señor y le hubiese levantado un
altar en Betel.
Si quieres conservar este precioso vástago, aliméntalo todos los días con
los mismos elementos que le han dado el nacimiento; haz que en todo momento
vaya cayendo sobre él la sangre de la alianza que debe protegerlo de la espada
del ángel exterminador. Es más, haz que penetre continuamente en sus venas esta
misma sangre de la alianza que debe dar la muerte a todos los egipcios y ha de
ponerlo en situación de saquear un día los vasos de oro y plata con los que celebran
festines de iniquidad. Deja que entre en sus venas esta sangre
corrosiva, que no se permitirá el descanso sin haber terminado hasta con el más
mínimo vestigio del pecado. Verás entonces que los miembros de tu hijo van
adquiriendo fuerza y consistencia.
¿Y por qué acumula esta sangre la vida así en los miembros de tu hijo?
Porque es la sangre del dolor y no hay dolor sin vida, puesto que es una
contracción de la muerte contra la vida y de la vida contra la muerte. Ésa es
la razón de que cuantos más dolores haya también haya más vida y
de que esta sangre de la alianza sea tan dolorosa, porque está compuesta de
tinieblas y de luz, de corrupción y salud, de la naturaleza de la Divinidad,
del tiempo y de la eternidad.
Haz, por tanto, que caiga en grandes gotas sobre tu hijo esta sangre de
dolor; báñalo en este mar de dolor, que es el único que puede darle el
sentimiento y hacer que lo conserve. Que se quede en él más tiempo que Jonás en
la ballena, más tiempo que Moisés en la montaña, más tiempo que el arco sobre
las aguas del diluvio, más tiempo que los hebreos en el desierto, más tiempo
que todos estos hebreos en todos sus cautiverios. Que se quede allí durante
toda su vida terrestre, porque sólo de esta manera la sangre depositará en su
corazón, en sus huesos, en su médula, en sus venas, en todas las fibras de su
ser, el elemento sacerdotal de donde deben nacer para él la lanza y la espada.
Que coma todos los días este pan sacerdotal y se embriague con el vino de la
cólera del Señor.
Que pasen los días y las noches en los desiertos, que la muerte de los leones sea
como los juegos de su infancia y que se anuncie a primera hora del día como
alguien temible para las naciones, teniendo en cuenta que ha comido durante
todos los días de su vida el pan sacerdotal. Llegarán tiempos en
los que el elemento sacerdotal que se deposite en él hará que florezca a su vez
el hisopo y el olivo, pues la sangre de la alianza se ha convertido en la
sangre del dolor, únicamente para triunfar sobre la muerte y hacer que reine la
vida.
Pero la lentitud del tiempo no debe hacer que no llegues a tu meta por
impaciencia. Fíjate en la lentitud con que se forman las piedras de las canteras. Si no
pasas del mismo modo una larga serie de periodos progresivos, no sentirás que
se deposita en ti una gran cantidad de sustancias reales y que se consolida de
forma adecuada para poder formar esta piedra angular de la iglesia. En estas sustancias,
mezcladas y consolidadas de esta manera, se acumula el fuego de vida y, cuando
tiene su medida completa, fermenta, produce una explosión que rompe sus
barreras, se inflama y se hace para siempre inextinguible.
El Hombre Nuevo, cap. 10